jueves, 4 de diciembre de 2008

VIDAS IMAGINARIAS, de Marcel Schwob (1896)



PETRONIO
Novelista

Nació esos días en que saltimbanquis vestidos de verde hacían pasar lechoncitos amaestrados a través de aros de fuego; cuando porteros barbudos con túnicas cereza desgranaban arvejas en un plato de plata delante de los mosaicos galantes en la entrada de las villas; cuando los libertos, llenos de sestercios, ambicionaban cargos municipales en ciudades de provincia; cuando los recitadores, a los postres, cantaban poemas épicos; cuando el lenguaje estaba repleto de palabras de ergástulo y redundancias enfáticas venidas de Asia.
Su infancia pasó entre elegancias como ésas. No se volvía a poner por segunda vez una lana de Tiro. Hacían barrer la platería caída en el atrio con la basura. Las comidas estaban compuestas por cosas delicadas e inesperadas, y los cocineros variaban sin cesar la arquitectura de las vituallas. No había que asombrarse si, al abrir un huevo, uno encontraba adentro una pasa de higo, ni tener miedo de rebanar una estatuilla imitación de Praxiteles esculpida en paté. El yeso que sellaba las ánforas era dorado con diligencia. Cajitas de marfil indio encerraban perfumes ardientes destinados a los comensales. Los aguamaniles estaban agujereados de diferentes maneras y llenos de aguas coloreadas que sorprendían al surgir. Toda la cristalería representaba monstruosidades irisadas. Al agarrar ciertas urnas, las asas se rompían en los dedos y los costados se abrían para dejar caer flores pintadas artificialmente. Pájaros de África de mejillas escarlata cacareaban en jaulas de oro. Atrás de rejillas incrustadas en las ricas paredes de las murallas aullaban muchos monos de Egipto que tenían caras de perro. Adentro de receptáculos preciosos reptaban animales delgados que tenían escamas flexibles rutilantes y ojos rayados de azul.
Así que Petronio vivió ligeramente, pensando que hasta el aire que aspiraba había sido perfumado para su uso. Cuando llegó a la adolescencia, después de haber guardado su primera barba en un cofre adornado, empezó a mirar a su alrededor. Un esclavo de nombre Siro, que había servido en el circo, le enseñó cosas desconocidas. Petronio era petiso, negro y bizqueaba de un ojo. No era de raza noble. Tenía manos de artesano y una mente cultivada. De ahí le vino el gusto por trabajar las palabras e inscribirlas. No se parecían a nada de lo que habían imaginado los poetas antiguos. Porque se esforzaban por imitar todo lo que rodeaba a Petronio. Y no fue sino más tarde cuando tuvo la enojosa ambición de componer versos.
Entonces conoció a gladiadores bárbaros y charlatanes de feria, hombres de miradas oblicuas que parece que miran las legumbres y se llevan un pedazo de carne, niños enrulados que paseaban a senadores, viejos parlanchines que discurrían sobre los asuntos de la ciudad en las esquinas, lacayos lascivos y muchachas trepadoras, vendedores de frutas y patrones de posadas, poetas lamentables y sirvientas pícaras, sacerdotisas sospechosas y soldados errantes. Posaba su ojo bizco en ellos y captaba sus maneras y sus intrigas con exactitud. Siro lo condujo a los baños de esclavos, a las celdas de prostitutas y a los reductos subterráneos donde los figurantes de circo se ejercitaban con sus espadas de madera. En las puertas de la ciudad, entre las tumbas, le contó historias de hombres que cambian de piel que los negros, los sirios, los taberneros y los soldados guardianes de las cruces de tortura se pasaban de boca en boca.
Hacia los treinta años, Petronio, ávido de esta libertad diversa, empezó a escribir la historia de los esclavos errantes y libertinos. Reconoció sus costumbres entre las transformaciones del lujo; reconoció sus ideas y su lenguaje entre las conversaciones educadas de los festines. Solo ante su pergamino, apoyado en una mesa que olía a madera de cedro, dibujó con la punta de su cálamo las aventuras de un populacho ignorado. A la luz de sus ventanas altas, bajo los frescos del cielorraso, imaginó las antorchas humeantes de los hospedajes y ridículos combates nocturnos, molinetes de candelabros de madera, cerraduras forzadas a hachazos por esclavos de la justicia, catres grasientos recorridos por chinches y reproches de procuradores de islotes en el medio de aglomeraciones de pobre gente vestida con cortinas desgarradas y trapos sucios.
Se dice que cuando terminó los dieciséis libros de su invención hizo acudir a Siro para leérselos, y que el esclavo se reía y gritaba en voz alta entre aplausos. En ese momento concibieron el proyecto de llevar a la práctica las aventuras compuestas por Petronio. Tácito cuenta erróneamente que Petronio fue árbitro de elegancia en la corte de Nerón, y que Tigelino, celoso, hizo que le enviaran la orden de muerte. Petronio no se desmayó delicadamente en una bañadera de mármol, murmurando versitos lascivos. Huyó con Siro y terminó su vida recorriendo los caminos.
La apariencia que tenía le permitió disfrazarse con facilidad. Siro y Petronio cargaron por turnos el bolsito de cuero que contenía su ropa y sus denarios. Durmieron al aire libre, cerca de los túmulos de las cruces. Vieron brillar tristemente en la noche las pequeñas lámparas de los monumentos fúnebres. Comieron pan agrio y aceitunas reblandecidas. No se sabe si robaron o no. Fueron magos ambulantes, charlatanes rurales y compañeros de soldados vagabundos. Petronio desaprendió completamente el arte de escribir, en cuanto vivió la vida que había imaginado. Fueron amigos de jóvenes traidores a los que quisieron y que los abandonaron a las puertas de los municipios llevándose hasta su último as. Se entregaron a todos los excesos con gladiadores evadidos. Fueron barberos y mozos de baños. Durante meses vivieron de panes funerarios que hurtaban de los sepulcros. Petronio aterrorizaba a los viajeros con su ojo apagado y su negrura que parecía maliciosa. Desapareció una noche. Siro pensó que lo encontraría en una celda mugrienta en la que habían conocido a una muchacha de cabellera enredada. Pero un vagabundo borracho le había hundido una hoja ancha en el cuello mientras yacían juntos, a campo raso, en las losas de un panteón abandonado.


Gentileza de Editorial Losada

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