jueves, 4 de diciembre de 2008

EL ENCANTADOR PUTREFACTO, de Guillaume Apollinaire (1908)



ONIROCRÍTICA
Los carbones del cielo estaban tan cerca que tuve miedo de su ardor. Estaban a punto de quemarme. Pero yo tenía conciencia de las eternidades diferentes del hombre y la mujer. Dos animales desemejantes se apareaban y los rosales amugronaban parras que recargaban racimos de luna. De la garganta del mono salieron llamas que flordelisaron el mundo. En los bosques de arrayanes, un armiño encanecía. Le preguntamos por la razón del falso invierno. Tragué manadas morenas. Orkenise apareció en el horizonte. Nos dirigimos hacia esta ciudad añorando los valles donde los manzanos cantaban, silbaban y rugían. Pero el canto de los campos labrados era maravilloso:

Por las puertas de Orkenise
Un carrero quiere entrar.
Por las puertas de Orkenise
Un descamisado va.

Los guardias de la ciudad
Corriendo al descamisado:
-¿Que llevas de la ciudad?
-Mi corazón he dejado.

Los guardias de la ciudad
Corriendo atrás del carrero.
-¿Qué traes a la ciudad?
-Mi corazón casadero.

¡Cuánto corazones, Orkenise!
Los guardias reían con ganas.
La ruta, descamisado, es gris.
Y el amor, carrero, embriaga.

Los bellos guardias de la ciudad
Tejían magníficamente;
Después, las puertas de la ciudad
Se cerraron lentamente.

Pero yo tenía conciencia de las eternidades diferentes del hombre y la mujer. El cielo amamantaba sus leopardos. Entonces vi en mi mano unas manchas carmesí. Hacia la mañana, unos piratas se llevaron nueve naves ancladas en el puerto. Los monarcas se alegraron. Y las mujeres no querían llorar a ningún muerto. Prefieren a los viejos reyes, mejores para el amor que los viejos perros. Un sacrificador quiso ser inmolado en lugar de la víctima. Le abrieron el vientre. Vi en él cuatro I, cuatro O y cuatro D. Nos sirvieron carne fresca y después de comerla me agrandé súbitamente. Monos semejantes a sus árboles violaban antiguas tumbas. Llamé a uno de esos animales, sobre el cual crecían hojas de laurel. Me trajo una cabeza hecha de una sola perla. La tomé en mis brazos y la interrogué después de haberla amenazado con volver a tirarla al mar si no me respondía. La perla era ignorante y el mar la engulló.
Pero yo tenía conciencia de las eternidades diferentes del hombre y la mujer. Dos animales desemejantes se amaban. Sin embargo, sólo los reyes no morían de esa risa, y veinte sastres ciegos vinieron a fin de cortar y coser un velo destinado a cubrir la sardónice. Yo mismo los dirigía, a reculones. Hacia la tarde, los árboles se volaron, los monos se volvieron inmóviles, y yo me vi centuplicado. La multitud que yo era se sentó a la orilla del mar. Grandes naves de oro pasaban por el horizonte. Y cuando la noche fue completa, cien llamaradas vinieron a mi encuentro. Procreé cien varones cuyas nodrizas fueron la luna y la colina. Amaron a los reyes dislocados que agitaban en los balcones. Al llegar a la orilla de un río, lo agarré con las dos manos y lo sacudí. Esa espada me sacó la sed. Y la vertiente lánguida me advirtió que si detenía al sol lo vería cuadrado, en realidad. Centuplicado, nadé hacia un archipiélago. Cien marineros me recibieron y, después de llevarme a un palacio, me mataron noventa y nueve veces. Me puse a reír en ese momento y bailé mientras ellos lloraban. Bailé en cuatro patas. Los marineros no se atrevían a moverse, porque yo tenía el aspecto aterrador del león...
En cuatro patas, en cuatro patas.
Mis brazos y mis piernas se parecían, y mis ojos multiplicados me coronaban atentamente. Me levanté a continuación para bailar como las manos y las hojas.
Estaba enguantado. Los isleños me llevaron a sus vergeles para que recogiera frutos parecidos a mujeres. Y la isla, a la deriva, fue a llenar un golfo en el que enseguida crecieron de la arena árboles rojos. Un animal flexible cubierto de plumas blancas cantaba inefablemente y toda una muchedumbre lo admiraba sin cansarse. Volví a encontrar en el suelo la cabeza hecha de una sola perla y que lloraba. Sacudí el río y la multitud se dispersó. Unos viejos comían apio e inmortales no sufrían más que los muertos. Me sentí libre, libre como una flor en su temporada. El sol no es más libre que un fruto maduro. Una manada de árboles ramoneaba estrellas invisibles y la aurora le daba la mano a la tormenta. En los bosques de arrayanes, se sufría la influencia de la sombra. Toda una muchedumbre apretujada en un lagar sangraba mientras cantaba. Nacieron hombres del licor que vertía el lagar. Sacudían otros ríos que se entrechocaban con un ruido argentino. Las sombras salieron de los bosques de arrayanes y se fueron a los jardincitos regados por una vertiente de ojos de hombres y de animales. El más hermoso de los hombres me agarró del cuello, pero conseguí abatirlo. De rodillas, me mostró los dientes. Los toqué; les sacó sonidos que se transformaron en serpientes del color de los castaños y su lengua se llamaba Sainte Fabeau. Desterraron una raíz transparente y la comieron. Era del grosor de un nabo. Y mi río en reposo las sobrebañó sin ahogarlas. El cielo estaba lleno de heces y cebollas. Yo maldecía los astros indignos que vertían su claridad sobre la tierra. Ya no aparecía ninguna criatura viviente. Pero se elevaban cantos de todas partes. Visité ciudades vacía y chozas abandonadas. Recogí las coronas de todos los reyes y con ellas hice de ministro inmóvil de un mundo locuaz. Naves de oro, sin marineros, pasaban por el horizonte. Sombras gigantescas se perfilaban sobre las velas lejanas. Varios siglos me separaban de esas sombras. Me desesperé. Pero yo tenía conciencia de las eternidades diferentes del hombre y la mujer. Sombras desemejantes oscurecían con su amor el escarlata de los velámenes, mientras mis ojos se multiplicaban en los ríos, en las ciudades y en la nieve de las montañas.



Gentileza de Editorial Losada

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