jueves, 4 de diciembre de 2008

DIARIO DE UNA CAMARERA, de Octave Mirbeau (1900).





Y esto me recuerda nuestro famoso viaje a Bélgica, el año que fuimos a pasar algunas semanas en Ostende... En la estación de Feignies, visita a la aduana. Era de noche... y el señor muy dormido... se había quedado en su compartimiento... Fue la señora quien se presentó, conmigo, en la sala donde inspeccionaban el equipaje...
-¿Tiene algo que declarar? -nos preguntó un aduanero gordo que, al ver a la señora, linda y elegante, se imaginó que obtendría cierto placer manipulando cosas agradables... Porque existe una clase de aduaneros para los cuales es una especie de placer físico, y casi un acto de posesión, meter sus dedos gruesos entre los pantalones y las camisas de las mujeres hermosas.
-No... -respondió la señora...- No tengo nada.
-Entonces... abra esa valija...
De entre las seis valijas que llevábamos, había elegido la más grande y la más pesada, una valija de piel de cerdo cubierta con su envoltorio de tela gris.
-¡Le digo que no hay nada! -insistió la señora irritada.
-Ábrala, de todos modos... -ordenó el guarango, a quien la resistencia de mi patrona incitaba visiblemente a un examen más completo y más tiránico...
La señora -¡ah!, todavía la veo- tomó, de su cartera, el manojo de llaves y abrió la valija... El aduanero, con una alegría odiosa, olfateó el olor exquisito que salía de ella, y enseguida se puso a hurgar con sus garras negras y torpes entre la lencería fina y los vestidos... La señora estaba furiosa, lanzaba gritos, y más aún porque el animal empujaba y fruncía con una hostilidad evidente todo lo que nosotras habíamos ordenado con tanto esmero...
La visita se iba a terminar sin más molestias cuando el aduanero, señalando en el fondo de la valija un largo estuche de terciopelo rojo, preguntó:
-¿Y esto?... ¿Qué es esto?
-Joyas... -respondió la señora con firmeza, sin la menor alteración.
-Ábralo...
-Le digo que son joyas. ¿Para qué?
-Ábralo...
-No... No lo abriré... Es un abuso de poder... Le digo que no lo abriré... Por otra parte, no tengo la llave...
La señora estaba en un estado de agitación extraordinaria. Quiso arrancar el estuche en litigio de las manos del aduanero que, dando un paso hacia atrás, la amenazó:
-Si usted no quiere abrir este estuche, voy a ir a buscar al inspector...
-Es una indignidad... una vergüenza...
-Y si no tiene la llave de este estuche, bien, lo forzaremos.
Exasperada, la señora gritó:
-Usted no tiene derecho... Me quejaré ante la embajada... ante los ministros... Me quejaré ante el rey, que es uno de nuestros amigos... Haré que lo remuevan, me entiende... que lo condenen, que lo metan en la cárcel...
Pero estas palabras de enojo no producían ningún efecto en el impasible aduanero, que repitió con más autoridad:
-Abra el estuche...
La señora se había puesto muy pálida y se estrujaba las manos.
-¡No! -dijo-, no lo abriré... No quiero... no puedo abrirlo...
Y, por lo menos por décima vez, el aduanero terco ordenó:
-¡Abra el estuche!
Esta discusión había interrumpido las operaciones de la aduana y agrupado, a nuestro alrededor, a algunos viajeros curiosos... Yo misma estaba prodigiosamente interesada por las peripecias de ese pequeño drama y, sobre todo, por el misterio de ese estuche que no conocía, que nunca había visto en lo de la señora, y que, ciertamente, había sido introducido en la valija a mis espaldas.
Bruscamente, la señora cambió de táctica, se hizo más dócil, casi acariciante, con el incorruptible aduanero, y acercándosele como para hipnotizarlo con su aliento y sus perfumes, le suplicó muy bajo:
-Aleje a esas personas, se lo ruego... Y abriré el estuche...
El aduanero creyó, sin duda, que la señora le tendía una trampa. Meneó su vieja cabeza obstinada y desconfiada:
-Basta de remilgos... Todo esto son alardes... Abra el estuche...
Entonces, confundida y poniéndose colorada, pero con resignación, la señora tomó de su monedero una llave de oro pequeñita, muy mona, y tratando que el contenido permaneciera invisible para la multitud, abrió el estuche de terciopelo rojo que el aduanero le presentaba, firmemente sostenido por sus manos. Al instante, el aduanero dio un paso atrás, espantado como si tuviera miedo de ser mordido por un animal venenoso.
-¡Me cago en Dios!... -blasfemó.
Después, pasado el primer momento de asombro, gritó con un movimiento de la nariz, divertido:
-¡Sólo tenía que decirme que era viuda!
Y volvió a cerrar el estuche, no lo suficientemente rápido, sin embargo, como para que las risas, los murmullos, las palabras descorteses y hasta las indignaciones que estallaron en la multitud, dejaran de mostrarle a la señora que “sus joyas” habían sido vistas perfectamente por los viajeros...
La señora se incomodó... Sin embargo, debo reconocer que demostró cierta dignidad, en esta circunstancia más bien difícil... ¡Ah!, ¡es cierto! No le faltaba descaro... Me ayudó a volver a poner orden en la valija revuelta. Y abandonamos la sala bajo los silbidos y las risas insultantes de la asistencia.
La acompañé hasta su vagón llevando el bolso en el que había guardado el famoso estuche... Por un momento, en el andén, se detuvo y, con una imprudencia tranquila, me dijo:
-¡Por Dios, qué tonta fui!... Habría debido declarar que el estuche le pertenecía.
Con la misma imprudencia, le respondí:
-Le agradezco mucho, señora. La señora es muy buena conmigo... Pero yo prefiero usar esas “joyas”... al natural...
-¡Cállese!... -dijo la señora, sin enojarse...- Usted es una tontita...
Y fue a buscar, en el vagón, a Coco, que no sospechaba nada...


Gentileza de Editorial Losada

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