miércoles, 10 de diciembre de 2008

jueves, 4 de diciembre de 2008

NO SE ENCADENA A LOS VOLCANES, de Annie Le Brun (2006)




Al elegir referirme a “Sade o el primer teatro del ateísmo”, me encuentro ante el desafío de presentar en poco tiempo al “espíritu más libre que jamás existió”, para retomar las palabras de Apollinaire.
Por eso comenzaré atrayéndolos, con algunas citas, a todo lo que no podré evocar esta noche de su deslumbrante manera de pensar, en la que el humor compite con la metafísica, la subversión con la grandeza y la rebelión con la poesía. Esto es una apertura:

Cuando ya no quede un sólo hombre sobre la tierra, las cosas no irán mejor que ahora (...) Nada fue creado para nosotros, miserables criaturas como somos (...). La naturaleza prescindiría tan bien de nosotros como de la especie de las hormigas o de la de las moscas.

Hasta que yo no sea rehabilitado, no se azotará a un gato en las provincias sin que digan: Es el marqués de S.

¡Oh! ¡Qué enigma es el hombre!, dijo el duque. –Sí, mi amigo, dijo Curval. Y eso fue lo que le hizo decir a un hombre muy ingenioso que era mejor cojérselo que comprenderlo.

Su alma era tan negra como blanco su culo.

(...) la belleza es lo simple, la fealdad es lo extraordinario, y todas las imaginaciones ardientes prefieren siempre en cuanto a lubricidad lo extraordinario a lo simple.

Me atrevo a asegurar en una palabra que el incesto debería ser la ley de todo gobierno basado en la fraternidad.

Se coje a una cabra en cuatro patas mientras lo azotan. Le hace un hijo a esa cabra, al que a su vez encula, aunque sea un monstruo.

Usted se ruboriza, pequeño ángel, se lo prohíbo, el pudor es una quimera.

(...) ¡qué placer el culo de un loco! Y yo también estoy loco, doble Dios maldito; me enculo a locos, acabo en los locos, me dan vuelta la cabeza, y sólo quiero cojérmelos a ellos.

Dios es el único error que no puedo perdonarle al hombre.


Después de este florilegio, pueden imaginarse que uno no se puede limitar a presentar a Sade como un simple filósofo ateo, sino que se trata de mostrar en qué su ateísmo le es constitutivo. Y en qué ese ateísmo es único, a causa del funcionamiento mismo de un pensamiento cuya insumisión esencial lo aleja de la filosofía propiamente dicha para acercarlo paradójicamente al teatro.
Teatro real, teatro virtual, es alrededor de este espacio imaginario donde la vida y la obra de Sade se confunden para hacer surgir, como un nuevo lugar mental, lo que yo llamo el primer teatro del ateísmo.


Gentileza de Editorial Argonauta.

EL FARO DEL FIN DEL MUNDO, de Julio Verne (1905)




Hacia las seis y media de la tarde, un haz de rayos luminosos se proyectó sobre el mar. El faro acababa de ser encendido, y el primer barco cuya marcha iba a iluminar era una goleta chilena caída entre las manos de una banda de piratas a quienes llevaba al escenario de sus crímenes, donde se preparaban para cometer otros.
Era más o menos las siete, y el sol declinaba por detrás de los altos picos de la isla, cuando el Maule dejó el cabo San Juan a estribor. La bahía se abría adelante de él hasta la punta Diegos, y dio en ella a poca velocidad. Una hora le alcanzaría para llegar al pie del faro.
El crepúsculo aún dejaba suficiente claridad para que Kongre y Carcante, al pasar ante la caverna, pudieran asegurarse de que su orificio no parecía haber sido descubierto bajo el amontonamiento de piedras y la cortina de maleza que lo obstruía. Si era así, nada había indicado su presencia en esa parte de la isla, y encontrarían el producto de su rapiña en el mismo estado en que lo habían dejado.
–Esto marcha bien –le dijo Carcante a Kongre. Estaba a espaldas de él, muy cerca.
–Y va a marchar mejor dentro de un rato –respondió Kongre.
Dentro de cuarenta y cinco minutos como máximo, el Maule habría llegado a la cala, donde debía soltar el ancla.


Gentileza de Editorial Losada.

EL MÉDICO A PALOS, de Molière




ESCENA 4.
LUCINDE, VALÈRE, GÉRONTE, LUCAS, SGANARELLE, JACQUELINE

SGANARELLE. ¿Esta es la enferma?
GÉRONTE. Sí, es mi única hija; tendría todo el dolor del mundo si llegara a morirse.
SGANARELLE. ¡Mucho cuidado con morirse! No se puede morir sin la orden de un médico.
GÉRONTE. Vamos, una silla.
SGANARELLE. A la enferma no se la ve nada repugnante, y pienso que un hombre sano se las arreglaría bastante bien con ella.
GÉRONTE. La hizo reír, doctor.
SGANARELLE. Mejor así: cuando el médico hacer reír al paciente, es la mejor señal posible. ¡Muy bien! ¿De qué se trata? ¿Qué tiene? ¿Cuál es el mal que la aqueja?
LUCINDE, responde con señas, llevando su mano a su boca, a su cabeza, y debajo del mentón. Han, hi, hom, han.
SGANARELLE. ¡Eh! ¿Qué dice?
LUCINDE, sigue con los mismos gestos. Han, hi, hom, han, han, hi, hom.
SGANARELLE. ¿Qué?
LUCINDE. Han, hi, hom.
SGANARELLE, imitándola. Han, hi, hom, han, ha: no la entiendo. ¿Qué diablo de idioma es ese?
GÉRONTE. Señor, esa es su enfermedad. Se quedó muda, sin que hasta este momento hayamos podido averiguar el motivo; y es un accidente que hizo postergar su matrimonio.
SGANARELLE. ¿Y por qué?
GÉRONTE. El que debe casarse con ella quiere esperar que se cure para concluir el asunto.
SGANARELLE. ¿Y quién es el idiota que no quiere que su mujer sea muda? ¡Ojalá quisiera Dios que la mía tuviera esta enfermedad! Me cuidaría muy bien de querer curarla.
GÉRONTE. En fin, señor, le suplicamos que utilice todos su conocimientos para aliviarla de su enfermedad.
SGANARELLE. ¡Ah! No se preocupen. Dígame un poco, ¿la enfermedad la ahoga mucho?
GÉRONTE. Sí señor.
SGANARELLE. Mejor así. ¿Tiene fuertes dolores?
GÉRONTE. Muy fuertes.
SGANARELLE. Muy bien hecho. ¿Va adonde usted sabe?
GÉRONTE. Sí.
SGANARELLE. ¿Copiosamente?
GÉRONTE. De eso no sé nada.
SGANARELLE. ¿La materia es loable?
GÉRONTE. No soy entendido en el tema.
SGANARELLE, girando hacia la enferma. Déme el brazo. El pulso indica que su hija está muda.
GÉRONTE. Y sí, señor, esa es su enfermedad; usted la descubrió de inmediato.
SGANARELLE. ¡Ah, ah!
JACQUELINE. ¡Vean cómo adivinó su enfermedad!
SGANARELLE. Nosotros, los grandes médicos, nos damos cuenta de las cosas enseguida. Un ignorante se habría visto en apuros, y le hubiera dicho: “Es esto, es lo otro”; pero yo, yo le doy al blanco en el primer tiro, y le hago saber que su hija está muda.
GÉRONTE. Sí, pero lo que yo querría es que usted me pudiera decir a qué se debe.
SGANARELLE. Nada más sencillo: se debe a que perdió la palabra.
GÉRONTE. Muy bien; pero ¿cuál es la causa, si es tan amable, que hizo que perdiera la palabra?
SGANARELLE. Todos nuestros más eminentes autores le dirán que es un impedimento en la acción de su lengua.
GÉRONTE. Pero aún así, ¿cuáles son sus sentimientos acerca de ese impedimento de la acción de su lengua?
SGANARELLE. Aristóteles dice, al respecto... cosas muy acertadas.
GÉRONTE. Ya lo creo.
SGANARELLE. ¡Ah, era un gran hombre!
GÉRONTE. Sin duda.
SGANARELLE, levantando un brazo hasta el codo. Un gran hombre, de verdad; un hombre que me llevaba esto, de grande. Pero para volver a nuestros razonamientos, afirmo que este impedimento de la acción de su lengua es causado por ciertos humores, que entre nosotros los sabios llamamos humores pecantes; pecantes, es decir... humores pecantes; tanto más cuanto los vapores formados por las exhalaciones de las influencias que se elevan en la región de las enfermedades vienen... por decirlo así... a... ¿Usted entiende el latín?
GÉRONTE. De ninguna manera.
SGANARELLE, parándose con asombro. ¿Usted no entiende el latín?
GÉRONTE. No.
SGANARELLE, haciendo diferentes posturas cómicas. Cabricias arci thuram, catalamus, singulariter, nominativo haec Musa, “la Musa”, bonus, bona, bonum, Deus sanctus, ¿estne oratio latinas? Etiam, “sí”. Quare, “¿por qué?” Quia substantivo et adjetivum concordat in generi, numerum, et casus.
GÉRONTE. ¡Ah! ¿Por qué no lo habré estudiado?
JACQUELINE. ¡Qué hombre tan sabio!
LUCAS. Sí, es tan retorcido que no entiendo ni una gota.
SGANARELLE. Ahora bien, cuando esos vapores de los cuales le hablo vienen a pasar, por el lado izquierdo, donde está el hígado, y por el lado derecho, donde está el corazón, ocurre que el pulmón, que en latín llamamos “armyan”, comunicándose con el cerebro, que nombramos en griego como “nasmus”, por medio de la vena cava, que en hebreo llamamos “cubile”, encuentra en su camino dichos vapores, que llenan los ventrículos del omóplato; y como los vapores mencionados... entienda bien este razonamiento, se lo ruego; y como los vapores mencionados poseen cierto grado de malignidad... Escuche bien esto, lo conjuro.
GÉRONTE. Sí.
SGANARELLE. Poseen cierto grado de malignidad, que es provocada... Esté atento, por favor.
GÉRONTE. Lo estoy.
SGANARELLE. Que es provocada por la acritud de los humores engendrados en la concavidad del diafragma, ocurre que esos vapores... Ossabandus, nequeis, nequer, potarinum, quipsa milus. Eso es precisamente lo que hace que su hija esté muda.
JACQUELINE. ¡Ah! ¡Eso sí que está bien dicho, hombre!
LUCAS. ¿Por qué no tendré la lengua tan bien puesta?
GÉRONTE. No se puede razonar mejor, sin duda. Hay una sola cosa que no entiendo: es el lugar del hígado y del corazón. Me parece que usted los ubica en un lugar diferente al que se encuentran; que el corazón está del lado izquierdo, y el hígado del lado derecho.
SGANARELLE. Sí, eso era así en otros tiempos; pero nosotros cambiamos todo eso, y ahora ejercemos la medicina con un método totalmente nuevo.
GÉRONTE. Es algo que no sabía, y le pido perdón por mi ignorancia.
SGANARELLE. No hay ningún problema, usted no tiene la obligación de ser tan sabio como nosotros.
GÉRONTE. Seguramente. Pero, señor, ¿qué cree usted que hay que hacer con esta enfermedad?
SGANARELLE. ¿Qué creo que hay que hacer?
GÉRONTE. Sí.
SGANARELLE. Mi opinión es que la vuelvan a acostar y que le hagan tomar, como remedio, una buena cantidad de pan embebido en vino.
GÉRONTE. ¿Y eso, por qué, señor?
SGANARELLE. Porque en el vino y el pan, mezclados, hay una virtud simpática que hace hablar. ¿No ve que es lo único que les dan a los loros, y que aprenden a hablar comiendo eso?
GÉRONTE. Es verdad. ¡Ah! ¡Qué gran hombre! ¡Rápido, traigan mucho pan y mucho vino!
SGANARELLE. Volveré esta tarde, a ver en qué estado se encuentra. (A la nodriza) Usted, tranquila. Señor, aquí hay una nodriza a la cual es necesario que le dé unos pequeños remedios.
JACQUELINE. ¿A quién? ¿A mí? Yo tengo una salud de hierro.
SGANARELLE. Peor así, nodriza, peor así. Tanta salud es de temer, y no le va a venir mal que le haga una pequeña sangría amigable, o una ligera lavativa dulcificante.
GÉRONTE. Pero, señor, esa es una moda que no entiendo. ¿Para qué ir a hacerse sangrar cuando no se tiene ninguna enfermedad?
SGANARELLE. No importa, es una moda saludable; y así como se bebe para la sed que va a venir, también hay que hacerse sangrar para la enfermedad que va a venir.
JACQUELINE, retirándose. ¡Bah!, yo me río de eso, y no voy a hacer de mi cuerpo un negocio de boticario.
SGANARELLE. Usted es reticente a los remedios; pero nosotros sabremos someterla a la razón. (Hablándole a Géronte) Le doy los buenos días.
GÉRONTE. Espere un poco, si es tan amable.
SGANARELLE. ¿Qué quiere hacer?
GÉRONTE. Pagarle, señor.
SGANARELLE, extendiendo su mano hacia atrás, por encima del delantal, mientras Géronte abre su bolsa. No lo voy a aceptar, señor.
GÉRONTE. Señor...
SGANARELLE. En absoluto.
GÉRONTE. Un momentito.
SGANARELLE. De ninguna manera.
GÉRONTE. ¡Por favor!
SGANARELLE. Usted se está burlando.
GÉRONTE. Ya está hecho.
SGANARELLE. No pienso hacer nada.
GÉRONTE. ¡Eh!
SGANARELLE. No es el dinero lo que mueve mis actos.
GÉRONTE. Ya lo creo.
SGANARELLE, después de haber tomado el dinero. ¿Vale lo que pesa?
GÉRONTE. Sí, señor.
SGANARELLE. Yo no soy un médico mercenario.
GÉRONTE. Ya lo sé.
SGANARELLE. El interés no me gobierna.
GÉRONTE. Nunca se me hubiera ocurrido.


Gentileza de Editorial Mandioca

EL VIAJE DEL SEÑOR PERRICHON, de Eugène Labiche, 1860


TERCER ACTO
ESCENA IV

PERRICHON, LA SEÑORA PERRICHON, HENRIETTE

LA SEÑORA PERRICHON, a su hija que entra.
Henriette... hijita querida... tu padre y yo, tenemos que hablar seriamente contigo.
HENRIETTE
¿Conmigo?
PERRICHON
Sí.
LA SEÑORA PERRICHON
Pronto vas a estar en edad de casarte... dos jóvenes se presentan para obtener tu mano... los dos son convenientes... pero no queremos contrariar tu voluntad, y resolvimos dejarte elegir con total libertad.
HENRIETTE
¡Qué!
PERRICHON
Total y completa...
LA SEÑORA PERRICHON
Uno de esos jóvenes es el señor Armand Desroches.
HENRIETTE
¡Ah!
PERRICHON, enérgicamente.
¡No influencies!
LA SEÑORA PERRICHON
El otro es el señor Daniel Savary...
PERRICHON
Un joven encantador, distinguido, espiritual y que, no lo oculto, tiene toda mi simpatía...
LA SEÑORA PERRICHON
Pero tú estás influenciando...
PERRICHON
¡Para nada! ¡Constato un hecho!... (A su hija.) Ahora que ya estás enterada... elige...
HENRIETTE
¡Dios mío!... me ponen en un compromiso... estoy lista para aceptar al que ustedes me indiquen.
PERRICHON
¡No! ¡No! ¡Decide tú misma!
LA SEÑORA PERRICHON
¡Habla, hijita!
HENRIETTE
Y, bueno, ya que es absolutamente necesario elegir, elijo... al señor Armand.
LA SEÑORA PERRICHON
¡Ahí está!
PERRICHON
¡Armand! ¿Por qué no Daniel?
HENRIETTE
Pero Armand te salvó, papá.
PERRICHON
¡Vamos! ¿Otra vez? Es agotador, ¡se los juro!
LA SEÑORA PERRICHON
Muy bien, ya ves... no hay ninguna duda...
PERRICHON
¡Ah! Pero permíteme, querida, un padre no puede abdicar... Voy a pensar un poco... haré mis averiguaciones...
LA SEÑORA PERRICHON, por lo bajo.
¡Señor Perrichon, eso es jugar sucio!
PERRICHON
¡Caroline!...


Gentileza de Editorial Mandioca

LA ESCUELA DE LAS MUJERES, de Molière (1662)




ESCENA II. ARNOLPHE, AGNÈS

ARNOLPHE. (sentado) Agnès, deje sus labores para escucharme. Alce un poco la cabeza y gire la cara: así, y míreme mientras le hablo. Grábese bien hasta la última palabra que le voy a decir. Yo la desposo, Agnès, y cien veces por día debe agradecer la suerte que ha tenido. Piense en la miseria de la cual salió y admire mi bondad, que la hizo ascender del vil estado de pobre campesina al rango de honorable burguesa y gozar de los abrazos y la unión con un hombre que antes huía de todos estos compromisos, y cuyo corazón le negó a veinte partidos muy aceptables el honor que hoy quiere hacerle a usted. Debe mantener siempre, repito, ante sus ojos, lo poco que valía antes de este lazo glorioso, para que esa visión la ayude a merecer el estado que le proporciono y a conocerse mejor, y para que me enorgullezca siempre de este acto. El casamiento, Agnès, no es un juego: una mujer casada tiene deberes austeros, y como yo lo entiendo, usted no llega a él para ser libertina ni para pasarla bien. Su sexo existe para ser dependiente; el poder está del lado de las barbas. Aunque seamos dos mitades de una sociedad, entre esas mitades no hay igualdad; una mitad es suprema, la otra, subalterna; una se somete en todo a la otra, que gobierna; y ni siquiera la obediencia que el soldado instruido en su deber demuestra con el jefe que lo manda, el sirviente con su amo, el hijo con su padre y el cura más humilde con su superior, se acercan a la docilidad, a la obediencia, a la humildad y al profundo respeto que la mujer debe tener por su marido, que es también jefe, señor y maestro. Cuando él la mira serio, ella baja la vista de inmediato; y no se atreve a mirarlo nunca de frente, a menos que él le conceda ese favor con una mirada amable. Eso es lo que no entienden las mujeres de hoy; no se deje arruinar por el mal ejemplo de otras. Cuídese de imitar a esas malas mujeres de cuyas locuras habla toda la ciudad, y no se deje conquistar por los asaltos del demonio, es decir, no escuche a ningún rubiecito. Piense, Agnès, que al dejarla compartir mi persona es mi honor lo que pongo en sus manos. Piense que ese honor es tierno y se hiere de nada, que con él no se juega, y que en el infierno hay calderos hirvientes donde se sumerge para siempre a las mujeres indecentes. Todo esto que le digo no es un cuento; memorice estas lecciones. Si su alma las sigue y huye de la coquetería, será siempre blanca y pura como un lirio. Pero si da un paso en falso en el camino del honor, se volverá negra como el carbón, todos la verán como un objeto despreciable y un día se irá, en manos del diablo, a hervir en el infierno por toda la eternidad: ¡que la bondad celestial la proteja de ello! Haga la reverencia. Así como una novicia debe conocer de memoria sus tareas en el convento, al entrar al matrimonio es necesario hacer lo mismo. Aquí, en mi bolsillo, tengo un escrito importante (se levanta) que le enseñará el oficio de esposa. Ignoro quién es el autor, pero es algún alma buena. Quiero que sea su única lectura. Tenga. Veamos un poco si lo lee bien.


AGNÈS. (lee)
LAS MÁXIMAS DEL MATRIMONIO,
o los deberes de la mujer casada,
con sus ejercicios diarios.
Iª Máxima: Aquella que entra al lecho de otro gracias a una unión honesta debe meterse en la cabeza, a pesar de cómo andan las cosas hoy en día, que el hombre que la toma lo hace sólo para él.
ARNOLPHE. Después le explicaré lo que quiere decir. Por ahora, sólo tiene que leer.
AGNÈS. (prosigue)
IIª Máxima: No se debe adornar más de lo que pueda desearlo el marido que la posee: él es el único que recibe las atenciones de su belleza; no tiene que importarle nada que otros la encuentren fea.
IIIª Máxima: Nada de polvos, aguas, cremas, pomadas ni otros ingredientes para tratarse la cara: son drogas mortales para el honor; al marido no le importan esos cuidados por parecer bella.
IVª Máxima: Al salir, debe ocultar bajo la cofia sus ojos de las miradas ajenas, como lo ordena el honor; ya que para gustarle a su esposo no debe gustarle a más nadie.
Vª Máxima: Fuera de quienes visitan al marido, las reglas le prohíben recibir a otras personas: los que se dirigen a la señora con actitud galante disgustan al señor.
VIª Máxima: Debe negarse a recibir regalos de los hombres: hoy en día nadie da nada sin esperar algo a cambio.
VIIª Máxima: Aunque se aburra, entre sus muebles no debe haber escritorio, papel, tinta ni pluma: el marido debe escribir todo lo que se escribe en su casa.
VIIIª Máxima: Esas asociaciones desordenadas llamadas reuniones distinguidas corrompen las mentes de las mujeres comunes: deberían ser prohibidas, ya que ahí se conspira contra los buenos maridos.
IXª Máxima: Toda mujer devota del honor debe abstenerse del juego como de algo funesto: ya que el juego es frustrante y con frecuencia lleva a las mujeres a arriesgarlo todo.
Xª Máxima: No debe gozar de paseos ni de comidas campestres: según los entendidos, el marido es quien termina pagando siempre esas invitaciones.
XIª Máxima...
ARNOLPHE. Las terminará de leer por su cuenta, y después, de a poco, se las iré explicando como se debe. Me acordé de un asuntito: tengo que ir a decirle algo a una persona, vuelvo enseguida. Entre y guarde este libro con cariño. Si el notario viene, que me espere un momento.


Gentileza de Editorial Mandioca.

Las ventanas, de Guillaume Apollinaire


Del rojo al verde todo el amarillo se muere
Cuando cantan las aras en las selvas natales
Despojos de pihis

Hay un poema por hacer sobre el pájaro de una sola ala
Lo enviaremos como mensaje telefónico
Traumatismo gigante
Hace gotear los ojos
Mirá una chica linda entre muchachas Turinesas
El pobre muchacho se sonaba con su corbata blanca
Levantarás el telón
Y ahora mira cómo se abre la ventana
Arañas las manos tejían la luz
Belleza palidez insondables violetas
Trataremos en vano de tomar un descanso
Se empezará a medianoche
Cuando se tiene tiempo se tiene libertad
Bígaros Lota Soles múltiples y el Erizo de mar del poniente
Un viejo par de zapatos amarillos ante la ventana
Torres
Las Torres son las calles
Pozos
Pozos son las plazas
Pozos
Árboles huecos que abrigan a mestizas vagabundas
Los mulatos les cantan a morir
A las mulatas castañas
Y la oca cuá-cuá trompetea al norte
Donde los cazadores de ratones
Raspan las pieles
Diamante deslumbrante
Vancouver
Donde el tren blanco de nieve y de luces le huye al invierno
Oh París
Del rojo al verde todo el amarillo se muere
París Vancouver Hyères Maintenon Nueva York y las Antillas
La ventana se abre como una naranja
El bello fruto de la luz


Gentileza ediciones del Dock

Bohemios de viaje, de Charles Baudelaire (1852).



La profética tribu de pupilas ardientes
ayer se puso en marcha, llevando a sus chiquitos
en la espalda, o entregando a su enorme apetito
el tesoro siempre pronto de sus tetas pendientes.

Los hombres caminan bajo armas relucientes
junto a carros donde viajan los suyos apretados,
paseando por el cielo sus ojos cargados
con la triste nostalgia de quimeras ausentes.

Del fondo de su agujero arenoso, el grillo,
cuando los ve pasar, redobla su estribillo;
Cibeles, que los quiere, agranda sus verduras,

saca agua de las piedras y flores del desierto
ante estos viajeros, para los que está abierto
el imperio familiar de las tinieblas futuras.

EL ENCANTADOR PUTREFACTO, de Guillaume Apollinaire (1908)



ONIROCRÍTICA
Los carbones del cielo estaban tan cerca que tuve miedo de su ardor. Estaban a punto de quemarme. Pero yo tenía conciencia de las eternidades diferentes del hombre y la mujer. Dos animales desemejantes se apareaban y los rosales amugronaban parras que recargaban racimos de luna. De la garganta del mono salieron llamas que flordelisaron el mundo. En los bosques de arrayanes, un armiño encanecía. Le preguntamos por la razón del falso invierno. Tragué manadas morenas. Orkenise apareció en el horizonte. Nos dirigimos hacia esta ciudad añorando los valles donde los manzanos cantaban, silbaban y rugían. Pero el canto de los campos labrados era maravilloso:

Por las puertas de Orkenise
Un carrero quiere entrar.
Por las puertas de Orkenise
Un descamisado va.

Los guardias de la ciudad
Corriendo al descamisado:
-¿Que llevas de la ciudad?
-Mi corazón he dejado.

Los guardias de la ciudad
Corriendo atrás del carrero.
-¿Qué traes a la ciudad?
-Mi corazón casadero.

¡Cuánto corazones, Orkenise!
Los guardias reían con ganas.
La ruta, descamisado, es gris.
Y el amor, carrero, embriaga.

Los bellos guardias de la ciudad
Tejían magníficamente;
Después, las puertas de la ciudad
Se cerraron lentamente.

Pero yo tenía conciencia de las eternidades diferentes del hombre y la mujer. El cielo amamantaba sus leopardos. Entonces vi en mi mano unas manchas carmesí. Hacia la mañana, unos piratas se llevaron nueve naves ancladas en el puerto. Los monarcas se alegraron. Y las mujeres no querían llorar a ningún muerto. Prefieren a los viejos reyes, mejores para el amor que los viejos perros. Un sacrificador quiso ser inmolado en lugar de la víctima. Le abrieron el vientre. Vi en él cuatro I, cuatro O y cuatro D. Nos sirvieron carne fresca y después de comerla me agrandé súbitamente. Monos semejantes a sus árboles violaban antiguas tumbas. Llamé a uno de esos animales, sobre el cual crecían hojas de laurel. Me trajo una cabeza hecha de una sola perla. La tomé en mis brazos y la interrogué después de haberla amenazado con volver a tirarla al mar si no me respondía. La perla era ignorante y el mar la engulló.
Pero yo tenía conciencia de las eternidades diferentes del hombre y la mujer. Dos animales desemejantes se amaban. Sin embargo, sólo los reyes no morían de esa risa, y veinte sastres ciegos vinieron a fin de cortar y coser un velo destinado a cubrir la sardónice. Yo mismo los dirigía, a reculones. Hacia la tarde, los árboles se volaron, los monos se volvieron inmóviles, y yo me vi centuplicado. La multitud que yo era se sentó a la orilla del mar. Grandes naves de oro pasaban por el horizonte. Y cuando la noche fue completa, cien llamaradas vinieron a mi encuentro. Procreé cien varones cuyas nodrizas fueron la luna y la colina. Amaron a los reyes dislocados que agitaban en los balcones. Al llegar a la orilla de un río, lo agarré con las dos manos y lo sacudí. Esa espada me sacó la sed. Y la vertiente lánguida me advirtió que si detenía al sol lo vería cuadrado, en realidad. Centuplicado, nadé hacia un archipiélago. Cien marineros me recibieron y, después de llevarme a un palacio, me mataron noventa y nueve veces. Me puse a reír en ese momento y bailé mientras ellos lloraban. Bailé en cuatro patas. Los marineros no se atrevían a moverse, porque yo tenía el aspecto aterrador del león...
En cuatro patas, en cuatro patas.
Mis brazos y mis piernas se parecían, y mis ojos multiplicados me coronaban atentamente. Me levanté a continuación para bailar como las manos y las hojas.
Estaba enguantado. Los isleños me llevaron a sus vergeles para que recogiera frutos parecidos a mujeres. Y la isla, a la deriva, fue a llenar un golfo en el que enseguida crecieron de la arena árboles rojos. Un animal flexible cubierto de plumas blancas cantaba inefablemente y toda una muchedumbre lo admiraba sin cansarse. Volví a encontrar en el suelo la cabeza hecha de una sola perla y que lloraba. Sacudí el río y la multitud se dispersó. Unos viejos comían apio e inmortales no sufrían más que los muertos. Me sentí libre, libre como una flor en su temporada. El sol no es más libre que un fruto maduro. Una manada de árboles ramoneaba estrellas invisibles y la aurora le daba la mano a la tormenta. En los bosques de arrayanes, se sufría la influencia de la sombra. Toda una muchedumbre apretujada en un lagar sangraba mientras cantaba. Nacieron hombres del licor que vertía el lagar. Sacudían otros ríos que se entrechocaban con un ruido argentino. Las sombras salieron de los bosques de arrayanes y se fueron a los jardincitos regados por una vertiente de ojos de hombres y de animales. El más hermoso de los hombres me agarró del cuello, pero conseguí abatirlo. De rodillas, me mostró los dientes. Los toqué; les sacó sonidos que se transformaron en serpientes del color de los castaños y su lengua se llamaba Sainte Fabeau. Desterraron una raíz transparente y la comieron. Era del grosor de un nabo. Y mi río en reposo las sobrebañó sin ahogarlas. El cielo estaba lleno de heces y cebollas. Yo maldecía los astros indignos que vertían su claridad sobre la tierra. Ya no aparecía ninguna criatura viviente. Pero se elevaban cantos de todas partes. Visité ciudades vacía y chozas abandonadas. Recogí las coronas de todos los reyes y con ellas hice de ministro inmóvil de un mundo locuaz. Naves de oro, sin marineros, pasaban por el horizonte. Sombras gigantescas se perfilaban sobre las velas lejanas. Varios siglos me separaban de esas sombras. Me desesperé. Pero yo tenía conciencia de las eternidades diferentes del hombre y la mujer. Sombras desemejantes oscurecían con su amor el escarlata de los velámenes, mientras mis ojos se multiplicaban en los ríos, en las ciudades y en la nieve de las montañas.



Gentileza de Editorial Losada

LAS TETAS DE TIRESIAS, de Guillaume Apollinaire (1917)



PREFACIO
Sin reclamar indulgencia, hago notar que ésta es una obra de juventud, ya que salvo el prólogo y la última escena del segundo acto, que son de 1916, la obra fue hecha en 1903, es decir catorce años antes de su representación.
La llamé drama que significa acción para establecer lo que la diferencia de esas comedias costumbristas, comedias dramáticas y comedias ligeras que desde hace más de medio siglo suministran a la escena obras, muchas de ellas excelentes, pero de segundo orden y a las cuales se llama simplemente obras.
Para caracterizar mi drama usé un neologismo que se me perdonará porque es algo que me sucede muy pocas veces y forjé el adjetivo surrealista que no significa de ninguna manera simbólico, como lo supuso el señor Victor Basch en su folletín dramático, sino que define bastante bien una tendencia del arte que si bien no es más nueva que nada de lo que se encuentra bajo el sol por lo menos nunca se usó para formular ningún credo, ninguna afirmación artística y literaria.
El idealismo vulgar de los dramaturgos que sucedieron a Victor Hugo buscó la verosimilitud en un color local de convención que hace juego con el naturalismo engañoso de las obras costumbristas cuyo origen se encontraría mucho antes de Scribe, en la comedia lacrimosa de Nivelle de la Chaussée.
Y para intentar, sino una renovación del teatro, por lo menos un esfuerzo personal, pensé que había que volver a la naturaleza misma, pero sin imitarla a la manera de los fotógrafos.
A fin de cuentas, me es imposible decidir si este drama es serio o no. Tiene como finalidad interesar y entretener. Es la finalidad de toda obra teatral. Tiene también como finalidad poner en relieve una cuestión vital para quienes interpretan la lengua en la cual está escrita: el problema de la repoblación.
Habría podido hacer sobre este tema que nunca fue tratado una obra con el tono sarcástico-melodramático que pusieron de moda los hacedores de “obras de tesis”.
Preferí un tono menos oscuro, porque no pienso que el teatro deba desesperar a nadie.
También habría podido escribir un drama de ideas y halagar el gusto del público actual que adora entregarse a la ilusión de pensar.
Preferí dar curso libre a esta fantasía que es mi manera de interpretar la naturaleza, fantasía que, según los días, se manifiesta con más o menos melancolía, sátira y lirismo, pero siempre, y tanto como me sea posible, con una sensatez en la que a veces hay bastante novedad como para que pueda chocar e indignar, pero que a la gente le parecerá de buena fe.
El tema es tan emocionante en mi opinión, que permite incluso que se le de a la palabra drama su sentido más trágico; pero depende de los franceses que, si se ponen a tener hijos de vuelta, la obra pueda ser llamada, en adelante, una farsa. Nada podría provocarme una alegría más patriótica. No lo duden, la reputación de la cual gozaría justamente, si supiéramos su nombre, el autor de la Farsa de Maese Pierre Pathelin, me quita el sueño.
Se dijo que yo había usado medios que se usan en las revistas: no veo en qué momento. Este reproche sin embargo no tiene nada que me pueda molestar, ya que el arte popular es un capital excelente y me honraría haber abrevado en él si todas mis escenas no se encadenaran según la fábula que yo imaginé y cuya situación principal: un hombre que concibe hijos, es nueva en el teatro y en las letras en general, pero no debe impresionar más que ciertas invenciones imposibles de novelistas cuya fama está fundada en lo que llaman científico maravilloso
[i].
Por lo demás, no hay ningún símbolo en mi obra que es muy clara, pero cada uno es libre de ver en ella todos los símbolos que quiera y de descifrar mil sentidos posibles como en los oráculos sibilinos.
El señor Victor Basch, que no entendió, o no quiso entender, que se trataba de la repoblación, quiere que mi obra sea simbólica; cosa suya. Pero agrega: “que la primera condición de un drama simbólico, es que la relación entre el símbolo que siempre es un signo y la cosa significada sea inmediatamente discernible”.
No siempre sin embargo, y hay obras notables cuyo simbolismo justamente se presta a numerosas interpretaciones que a veces se contradicen.
Yo escribí mi drama surrealista ante todo para los franceses como Aristófanes componía sus comedias para los atenienses.
Les señalé el grave peligro reconocido por todos que entraña para una nación que quiere ser próspera y poderosa no tener hijos, y para remediarlo les indiqué que era suficiente con tenerlos.
El señor Deffoux, escritor ingenioso, pero que me da la impresión de ser un maltusiano atrasado, hace no sé qué relación descabellada entre el caucho
[ii] con el que se hacen los globos y las pelotas que representan a las tetas (quizás sea ahí donde el señor Basch ve un símbolo), y ciertas prendas recomendadas por el neo-maltusianismo. Para hablar con franqueza, estas prendas no tienen nada que ver con la cuestión, porque no hay ningún país donde se las use menos que en Francia, mientras que en Berlín, por ejemplo, no pasa un día sin que a uno le caiga alguna encima de la cabeza mientras pasea por las calles, de tanto que los alemanes, raza mucho más prolífica, las usan.
Las otras causas a las cuales además del control de la natalidad por medios higiénicos se les atribuye la despoblación, el alcoholismo por ejemplo, existen en todos los otros países y en proporciones más altas que en Francia.
En un libro reciente sobre el alcohol, acaso no observaba el señor Yves Guyot que, si en las estadísticas sobre alcoholismo, Francia estaba en el primer puesto, Italia, país notoriamente sobrio, ¡estaba en el segundo puesto! Esto da la medida de la fe que se puede tener en las estadísticas; son mentirosas y muy loco está quien cree en ellas. Por otra parte, ¡acaso no es notable que las provincias donde más chicos se conciben en Francia sean justamente las que figuran en el primer puesto en las estadísticas sobre alcoholismo!
Cuanto más grave es la falta, más profundo es el vicio, ya que la verdad es la siguiente: no se conciben más chicos en Francia porque no se hace lo suficiente el amor. Eso es todo.
Pero no me voy a extender más sobre este tema. Haría falta un libro entero, y cambiar las costumbres. Queda en los gobernantes actuar, facilitar los casamientos, alentar ante todo el amor fecundo, y los otros puntos importantes como el del trabajo infantil enseguida serán fácilmente resueltos por el bien y el honor del país.
Para volver al arte teatral, se encontrarán en el prólogo de esta obra los rasgos esenciales de la dramaturgia que propongo.
Agrego que a mi gusto ese arte será moderno, simple, rápido, con los acercamientos y los aumentos que se imponen si se quiere impresionar al espectador. El tema será bastante general como para que la obra dramática que lo tenga como fondo pueda tener una influencia sobre las mentes y sobre las costumbres en el sentido del deber y del honor.
Según el caso, lo trágico se impondrá a lo cómico o a la inversa. Pero no creo que en el futuro se pueda aguantar, sin impaciencia, una obra teatral donde estos elementos no se opongan, porque hay una energía tal en la humanidad de hoy y en las jóvenes letras contemporáneas, que la mayor infelicidad enseguida aparece teniendo su razón de ser, y pudiendo ser vista no sólo desde el ángulo de una ironía benévola que permite reír, sino aún desde el ángulo de un optimismo verdadero que enseguida consuela y deja crecer la esperanza.
A fin de cuentas, el teatro no es la vida que representa así como la rueda no es una pierna. En consecuencia, es legítimo, a mi entender, llevar al teatro estéticas nuevas e impresionantes que acentúen el carácter escénico de los personajes y aumenten la pompa de la puesta en escena, sin modificar no obstante lo patético o lo cómico de las situaciones que deben bastarse a sí mismas.
Para terminar, agrego que, desprendiendo de las veleidades literarias contemporáneas cierta tendencia que es la mía, no pretendo para nada fundar una escuela, sino ante todo protestar contra ese teatro engañoso que representa lo más claro del arte teatral de hoy. Ese efecto engañoso que conviene, sin dudas, al cine, es, creo, lo que más se opone al arte dramático.
Agrego que, en mi opinión, el único verso que conviene al teatro es un verso ligero, fundado sobre el ritmo, el tema, el aliento y que pueda adaptarse a todas las necesidades teatrales. El dramaturgo no desdeñará la música de la rima, que no debe ser una dependencia de la cual el autor y el espectador se cansen rápido, sino que puede agregar alguna belleza a lo patético, a lo cómico, en los coros, en ciertas réplicas, al final de ciertos parlamentos o para cerrar dignamente un acto.
¿Acaso los recursos de este arte dramático no son infinitos? Le abren las puertas a la imaginación del dramaturgo, quien rechazando todas las asociaciones que habían parecido necesarias o a veces reanudando una tradición olvidada, no juzga útil renegar de los más grandes de entre sus predecesores. Les rinde aquí el homenaje que se les debe a quienes elevaron a la humanidad por encima de las pobres apariencias con las cuales, abandonada a sí misma, si no hubiera tenido los genios que se le adelantan y la dirigen, debería conformarse. Pero ellos hacen aparecer ante sus ojos mundos nuevos que ensanchan los horizontes, multiplicando sin cesar su visión, y le proporcionan la alegría y el honor de proceder sin cesar a los descubrimientos más sorprendentes.


[i] Así se llamaba entonces al género de novelas fantásticas basadas en descubrimientos científicos, como las de Julio Verne. (N. del T.)
[ii] Para desentenderme de cualquier reproche sobre el uso de las tetas de caucho presento un extracto de los diarios demostrando que esos órganos eran de la más estricta legalidad.
Prohibición de la venta de tetinas que no sean de caucho puro, vulcanizado en caliente. -Con fecha del 28 de febrero último, fue promulgada en el Boletín oficial la ley del 26 de febrero de 1917, modificando el artículo 1º de la ley del 6 de abril de 1910, que sólo apuntaba a la prohibición de los biberones de tubo.
El nuevo artículo 1º de esta ley queda en adelante de esta forma:
Están prohibidas la venta, la puesta a la venta, la exposición y la importación:
Iº De los biberones de tubo.
2ª De las tetinas y chupetes fabricados con otros productos que no sean caucho puro, vulcanizados con otro procedimiento que la vulcanización en caliente, y que no lleven, con la marca de fábrica o del comerciante, la indicación especial: “caucho puro”.
Por lo tanto sólo están autorizados las tetinas y chupetes fabricados con caucho puro y vulcanizados en caliente.


Gentileza de Editorial Losada

PAPÁ GORIOT, de Honoré de Balzac (1835).





La señora Vauquer, de Conflans de soltera, es una vieja que desde hace cuarenta años regentea en Paris una pensión burguesa establecida en la calle Neuve Sainte Geneviève, entre el barrio latino y el faubourg Saint Marceau. Esta pensión, conocida con el nombre de Casa Vauquer, admite por igual a hombres y a mujeres, jóvenes y viejos, sin que la maledicencia haya atacado nunca las costumbres de este respetable establecimiento. Pero es cierto que hace treinta años que no se ve una muchacha ahí, y para que un joven se aloje, la pensión que le pasa su familia debe ser muy exigua. Sin embargo, en 1819, época en la que empieza este drama, había en la casa una muchacha. Aunque la palabra drama esté muy desacreditada, por la manera abusiva y violenta con la que ha sido prodigada en estos tiempos de dolorosa literatura, es necesario usarla acá: no porque esta historia sea dramática en el verdadero sentido de la palabra; pero, una vez terminada la obra, quizás se hayan derramado algunas lágrimas intra y extramuros. ¿Llegará a ser comprendida fuera de París? Podemos dudarlo. Las particularidades de esta escena llena de observaciones y color local sólo pueden ser apreciadas entre las colinas de Montmartre y las alturas de Montrouge, en ese ilustre valle de escombros siempre a punto de derrumbarse y arroyos negros de barro; valle inundado de sufrimientos reales y alegrías muchas veces falsas, y tan terriblemente agitado que tiene que pasar algo muy extraordinario para producir en él una sensación un poco duradera. Sin embargo, en todas partes se encuentran dolores que la aglomeración de vicios y virtudes convierte en grandiosos y solemnes: ante ellos, los egoísmos y los intereses se detienen y se apiadan, pero esta impresión es como un fruto sabroso rápidamente devorado. El carro de la civilización, como el del ídolo de Jaggernat, apenas demorado por un corazón menos fácil de triturar que los otros y que traba sus ruedas, enseguida lo muele y continúa su marcha gloriosa. Lo mismo harán ustedes, que sostienen este libro con su mano blanca y se hunden en un sillón blando diciéndose: tal vez éste me entretenga. Después de haber leído los infortunios secretos de papá Goriot cenarán con apetito echándole la culpa de su insensibilidad al autor, tachándolo de exagerado y acusándolo de poetizar. ¡Ah!, sépanlo: este drama no es una ficción ni una novela. All is true, tan verdadero que cada uno puede reconocer sus elementos en su propio hogar, quizás hasta en su propio corazón.
La casa en la que funciona la pensión burguesa pertenece a la señora Vauquer. Está situada en la parte baja de la calle Neuve Sainte Geneviève, donde el terreno desciende hacia la calle Arbalète con una pendiente tan pronunciada y tan dura que los caballos pocas veces la suben o la bajan. Esta circunstancia favorece el silencio que reina en esas calles apretadas entre la cúpula del Val de Grâce y la del Pantheón, dos monumentos que cambian las condiciones del ambiente dándole tonos amarillos y oscureciendo todo con los colores severos que proyectan sus cúpulas. Ahí las calles son secas, los arroyos no tienen agua ni barro y la hierba crece a lo largo de las paredes. Ahí el hombre más despreocupado se entristece como el resto de los transeúntes, el ruido de un coche se transforma en un acontecimiento, las casas son oscuras y las paredes huelen a prisión. Un parisino perdido sólo encontraría pensiones o institutos, miseria o aburrimiento, viejos a punto de morir o jóvenes obligados a trabajar. Ningún barrio de París es más horrible, ni, digámoslo, más desconocido. La calle Neuve Sainte Geneviève en especial es como un marco de bronce, el único apropiado para este relato, que no podríamos presentar para su comprensión si no fuera mediante colores oscuros e ideas graves; así, de escalón en escalón, disminuye la luz y se ahueca el canto del guía a medida que el viajero baja a las catacumbas. ¡Comparación auténtica! ¿Quién decide qué es más horrible de ver, si los cráneos vacíos o los corazones secos?
La fachada de la casa da a un jardincito, de manera que el edificio forma un ángulo recto sobre la calle Neuve Sainte Geneviève, desde donde se la ve cortada en su profundidad. A lo largo de esta fachada, entre la casa y el jardín, hay una depresión empedrada de dos metros de ancho, y adelante de ella un caminito arenoso bordeado de geranios, laureles rosas y granados plantados en grandes macetas de loza azul y blanca. Se entra en este caminito por una puerta rematada con un letrero en el que dice CASA VAUQUER, y abajo: Pensión burguesa para ambos sexos y otros. Durante el día una puerta cancel, provista de un timbre gritón, deja ver al final del empedrado, en la pared opuesta a la calle, una arcada pintada en mármol verde por un artista del barrio. En la abertura que aparenta esta pintura se levanta una estatua representando al Amor. Viendo el barniz descascarado que la cubre, los amantes de los símbolos quizás descubrirían en ella un mito del amor parisino, que es curado a pocos pasos de allí. Abajo del pedestal, esta inscripción borrada a medias recuerda la época a la que se remonta este adorno por el entusiasmo que testimonia hacia Voltaire, que volvió a París en 1777:

Quienquiera que seas, este es tu amo:
Lo es, lo fue o lo será.

Al caer la noche, la cancel es reemplazada por una puerta ciega. El jardín, del mismo ancho que el largo de la fachada, se encuentra encajonado entre la pared de la calle y la medianera de la casa vecina, a lo largo de la que cuelga un abrigo de hiedra que la tapa completamente y atrae la mirada de los que pasan por el efecto pintoresco que produce en París. Todas estas paredes están cubiertas de espalderas y parrales, cuyos frutos magros y polvorientos son objeto de los temores de la señora Vauquer y de sus conversaciones con los pensionistas. A lo largo de cada pared corre un sendero angosto que lleva a un grupo de tilos, palabra que la señora Vauquer, aunque sea una de Conflans, se obstina en pronunciar tillos, a pesar de las observaciones gramaticales de sus huéspedes. Entre los dos caminitos laterales hay un cantero con alcauciles flanqueado por árboles frutales cortados en forma de huso y bordeado de acedera, lechuga y perejil. Bajo los tilos hay una mesa redonda pintada de verde y rodeada de sillas. Acá, los días de verano, los huéspedes que son lo bastante ricos como para permitirse tomar café vienen a saborearlo con un calor como para incubar huevos. La fachada, de tres pisos de altura y rematada con mansardas, está hecha con piedras y pintada con ese color amarillento que le da una apariencia innoble a casi todas las casas de París. Las cinco ventanas de cada piso tienen vidrios pequeños y están provistas de celosías, ninguna en el mismo nivel, de manera que todas las líneas se chocan. El fondo de la casa tiene dos ventanas que, en la planta baja, están adornadas con barrotes de hierro cruzados. Atrás del edificio hay un patio de unos veinte pies de ancho donde conviven amistosamente cerdos, gallinas y conejos, y más al fondo una leñera. Entre la leñera y la ventana de la cocina cuelga la fiambrera, y por abajo de ella corre el agua sucia de la pileta. El patio tiene una puertita que da a la calle Neuve Sainte Geneviève, por donde la cocinera tira la basura de la casa mientras limpia la sentina usando mucha agua, a pesar del mal olor.
Naturalmente destinada al uso de la pensión, la planta baja se compone de una primera habitación iluminada por las dos ventanas de la calle, y a la que se entra por una puerta ventana. Este salón da a un comedor, separado de la cocina por el hueco de la escalera, que tiene peldaños de madera y baldosas pintadas y descoloridas. No hay nada más triste de ver que esta sala amueblada de sillones y sillas tapizadas de crin a rayas alternativamente brillantes y opacas. En el centro hay una mesa redonda con tapa de mármol Santa Ana, decorada con un juego de porcelana blanca con filetes dorados medio borrados, de esos que hoy en día se encuentran por todas partes. Bastante mal entarimada, la pieza está revestida hasta la altura del vano de las ventanas. El resto de las paredes tiene un empapelado que representa las principales escenas de Telémaco, y cuyos clásicos personajes están coloreados. El paño de pared que queda entre las ventanas enrejadas les ofrece a los pensionistas el cuadro de un festín ofrecido al hijo de Ulises por Calipso. Desde hace cuarenta años que esta pintura excita las bromas de los jóvenes pensionistas, que se creen superiores a su posición burlándose de la comida a la que los condena su miseria. La chimenea de piedra, cuyo fogón siempre limpio testimonia que sólo se enciende fuego para las grandes ocasiones, está adornada con dos jarrones de flores artificiales, envejecidas y apretujadas, que acompañan a un reloj de mármol azulado del peor gusto. Esta primera pieza exhala un olor sin nombre, y que habría que llamar olor de pensión. Huele a encierro, a moho, a rancio; es frío y húmedo y penetra la ropa; tiene el gusto de un ambiente en el que se acaba de cenar; apesta a servicio, a oficio, a hospicio. Quizás podría describirse si se inventara un procedimiento para evaluar las cantidades elementales y nauseabundas que lanzan en ella las atmósferas catarrales y sui generis de cada pensionista, joven o viejo. Pero ¡bueno!, a pesar de todos estos horrores, si lo compararan con el comedor contiguo este salón les parecería elegante y perfumado como un tocador. Totalmente revestido en madera, el comedor alguna vez estuvo pintado de un color ya indistinguible, y que forma un fondo sobre el que la mugre fue dando varias manos hasta dibujar figuras grotescas. En sus estantes pegajosos hay jarras opacas y rajadas, tazas de zinc y pilas de platos de porcelana gruesa con bordes azules hechos en Tournai. En un rincón hay una caja con casilleros numerados que se usa para guardar las servilletas, manchadas y vinosas, de cada huésped. Hay muebles indestructibles, proscriptos de todas partes y abandonados ahí como los despojos de la civilización en el hospital de Incurables. Verán un barómetro con un capuchino que sale cuando llueve, grabados execrables que sacan las ganas de comer en marcos de madera pintada con filetes dorados; un escudo de carey con incrustaciones de cobre, una estufa verde, quinqués de Argand en los que el polvo se mezcla al aceite, una mesa larga con un mantel de hule tan engrasado que un externo malicioso podría escribir su nombre con el dedo, sillas estropeadas, esterillas lamentables que se deshilachan sin terminar de deshacerse, calientapiés miserables con la rejilla rota, la bisagra partida y la madera quemada. Para explicar lo viejo, arruinado, podrido, tambaleante, roído, manco, tuerto, inválido y moribundo de este comedor haría falta una descripción que retardaría demasiado el interés de esta historia, y que las personas apuradas no perdonarían. El piso de ladrillos tiene depresiones producidas por el roce y manchas de pintura. En fin, ahí reina la miseria sin poesía; una miseria económica, concentrada, rasa. Lo que todavía no tiene barro, tiene manchas; lo que no tiene agujeros ni harapos, está por pudrirse.
Esta pieza está en todo su esplendor en el momento en que, a eso de las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer se adelanta a su dueña, salta sobre los aparadores, lame la leche que contienen varios vasos tapados con platos y hace oír su ronrón matinal. Enseguida aparece la viuda ataviada con su cofia de tul, bajo la que cuelga un rodete postizo torcido; camina arrastrando sus pantuflas arrugadas. Del medio de su cara envejecida y grasienta asoma una nariz como un pico de loro; sus manitos mantecosas, su cuerpo rechoncho de chupacirios y su pecho desbordante y fofo, hacen juego con esta sala que desprende infelicidad, donde se agazapa la especulación, y cuyo aire tibiamente fétido la señora Vauquer respira sin inconvenientes. Su cara fría como la primera helada otoñal, sus ojos arrugados, cuya expresión pasa de la sonrisa impuesta a las bailarinas a la hosquedad amarga del usurero, en fin, toda ella explica la pensión, como la pensión la implica a ella. La cárcel no funciona sin el carcelero, ustedes no se imaginarían una sin el otro. La gordura pálida de esta mujer es el resultado de esta vida, como el cólera es consecuencia de las emanaciones de un hospital. Su enagua de lana tejida a mano, que asoma por abajo de la falda de un vestido viejo, del que se escapa la guata por las costuras deshechas, resume el salón, el comedor y el jardincito, anuncia la cocina y hace intuir a los huéspedes. Cuando ella está presente, el espectáculo está completo. De unos cincuenta años de edad, la señora Vauquer se parece a todas las mujeres que han sufrido. Tiene la mirada vidriosa y el aspecto inocente de la intermediaria que finge enojarse para que le paguen más, dispuesta a todo para mejorar su suerte, a entregar a Georges o a Pichegru, si Georges o Pichegru todavía estuvieran sueltos. Sin embargo, en el fondo es una buena mujer, dicen los pensionistas, que piensan que no tuvo suerte y la oyen quejarse y toser como ellos. ¿Quién fue el señor Vauquer? Nunca habla del difunto. ¿Cómo perdió su fortuna? Por culpa de la desgracia, respondía. Se había portado mal con ella, sólo le había dejado ojos para llorar, esta casa adonde vivir, y el derecho de no compadecer ningún sufrimiento, porque, decía, ya había sufrido todo lo que alguien puede sufrir. Cuando escuchaba que aparecía su patrona, la gorda Sylvie, la cocinera, se apuraba a servirles el desayuno a los pensionistas internos.



Gentileza de Editorial Losada

POEMAS (selección), de Gherasim Luca.




APASIONADAMENTE

paso paso paspaspas paso
pasppaso ppaso paso paspaso
el paso paso el paso en falso el paso
paspaspaso el paso el mal
el malva el mal paso
paspaso paso el paso el papá
el papá malo el malva el paso
paspaso pase paspaspasa
pase pase él pasa él no paso
él pasa el paso del no del Papa
del Papa sobre el Papa del paso del pase
pasepase pasi el sobre el
el paso el pasi pasi pasi piyen sobre
el Papa sobre papá sobre el sobre la sobre
la pipa del papá del Papa piyan en masa
pasa pase pasi pasepasi la pasa
la baja pasi pasepasi la
pasio pasiobajo lo de abajo
el paso pasión el bajo y
y no el bajo do paso
paspaso de pase pasiopasión do
nada do no domi no pasi no dominan
nada dominan sus pasiones pasivas no
nada dominó sus pasio sus sus
ssis sus pasio no noni sus
sus dominós de oro
es doldoloroso do dodor
do no paso nada domi
no paspase pasio
sus pasos no do nada no dominan
sus pases pasiones sus pasos sus
sus pasos deve devoradores no do
no dominan sus ratas
sus ratas no
no do devoradores nada no dominan
sus ratas sus raciones sus ratas raciones no no
no dominan sus sus pasiones raciones sus
no dominan sus no sus no di do
minan minen sus naciones mi mas do
minen no do no mi paso paso sus ratas
sus apasionantes raciones de ratas de no
no pase pasio minen no
no minen sus pasiones sus
sus racionantes guisos de ratas devo
devórenlos deve desdo do domi
no dominen esta a este aviso
del guiso de no de paso de
pasi de pasigrafía gra fifí
grafía fía de fía
fifía fena fenakiki
fenakisti coco
fenakistiscopio fifí
fofo fifí foto do do
dominen do foto imiten fifí
fotomicrografíen sus gustos
esos piojos coreográficos fifí
de sus asquerosos de sus estragados pasos
paso eso pasio pasión de ga
coco kistico ga los estragados pasos
los pasos no pasiopaso pasión
pasión apasionada nada nada
nacida de la ne
de la nega ga de la nega
de la negación pasión gra gar
gargajeen gra gargajean sobre sus naciones gra
de la nieve ha nacido ha
apasionado nada ha nacido
a nado rabiosamente él
ha nacido a na a necronado gra rabia él
él ha nacido de la na de la nega
nega ga gar gargajean de la na
de la ga no nega negación pasión
apasionado nariz apasionadam yo
te tengo te amo yo
yo yo tiro yo te a tiren
te amo apasionadam te amo
te amo yo yo juego pasión amo
apasionado aa am amer
emerger amar yo yo amo
amer emerger a a paso
pasi pasi aaaa am
ami emisión pasión
apasionado a yo
yo te tengo te amo yo te amo
pase pasio oh pasio
pasio oh mi gr
mi gra gar gargajean sobre las raciones
mi gran mi gra mi te
mi te ma gra
mi gran mi te
mi terrible pasión apasionada
te tengo yo terri terrible pasio yo
yo yo te amo
te amo te tengo yo
te amo amo amo yo te amo
apasionada a amo yo
te amo apasionadam
te amo
apasionadamente amante yo
te amo yo te amo apasionadamente
yo te tengo yo te amo apasionado nacido
te amo apasionado
te amo apasionadamente te amo
te amo pasio apasionadamente



INICIACION ESPONTANEA

el peine tentacular
y
espectral
de mi nombre tetragrama
peina
la linda cabellera
terminológica
crecida
sobre el cuerpo
de
Olga


así como
la famosa posición
erótica
denominada “el caballo”
peina la cabellera de la
nada
el peine hipotético
de mi signo nominal
peina
la cabellera espectral
de
Olga


peina sangra
cabalga
día y noche
la linda cabellera
telepática
desencadenada
sobre
el nombre
fatal
sobre el nombre oval
de
Olga


en un cuerpo a cuerpo
telepático
telepático espléndido
y
complementario
peinamos sangramos cabalgamos
día y noche
el cara a cara antitético
de
esos dos tetragramas
espectrales


así como
el famoso caballero erótico
se identifica
mitológicamente
con
su caballo
mi nombre
telemétrico
Luca
se identifica
fisiológicamente
con
Olga


se identifica
con la espléndida cabellera
homógrafa
de
Olga
cuya
g
específica
se disuelve
tautológicamente
en el océano del vértigo relámpago caballo
caligráfico
de
mi
L
inicial
inicial primordial y triangular
como una erupción síntesis
en la fijeza de la nada



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POEMAS II (selección), de Gherasim Luca.




AUTO-DETERMINACION

la manera de
la manera de mi de mamá
la manera de mamá de sentarse
su manía de sentarse sin mí
su manía de seda su manera de oca
oca oca oca acá
de sentarse de tarde sin mí
la manía de la manera en mamá
la manía de sí
de tarde acá
de sentarse acá
de sentarse ¡sí! de sentarse ¡no! de tarde acá
acá donde la manera de sentarse en sí sin mí
sentarse a la manera de
a la manera de una oca de seda
ella es la seda en sí ¡sí! ¡sí y no!
la manía y la manera de mamá de sentarse en sí
sin mí
sentarse en sí ¡querida! en sí y sola ¡querida!
de tarde a la manera de un caballo
sentarse a la manera de un caballo y un lobo
de un chal-lobo ¡oh querida!
¡oh mi chalupa de seda! ¡oh! ¡sí! ¡sentarse no!
sentarse de tarde y sola en sí ¡oh! ¡no y no!
manera de sentarse sin mí en sí
sin mí sin qué oh querida!
es una manera querida!
una manía de
una manía de la manera de
manera de sentarse en sí sin silla
sentarse sentarse sin silla ¡es eso!
es una manera de sentarse sin silla




SUSPIRO CON TRAMPAS

la mano invisible descansa sobre un león invisible
el león flota en una pieza invisible
perfectamente súbitamente invisible
el aire de esta pieza es un cuchillo invisible
insensiblemente respirado por el león esencialmente invisible
para el cuchillo invisible
la mano no es más que un impertinente apenas visible
pero es él el cuchillo quien es inocentemente
suavemente claramente invisible
porque el impertinente no es más que la superficie de la mano
la superficie espejeante y sensible
del agua de un lago
del más allá de un lago somnoliento
y ausente y fácil y pasivamente invisible
pasivamente invisible la mano invisible
agarra el cuchillo pasivamente sustancial
y lo hunde lo hunde lo hunde
profundamente
en el agua locamente invisible
particularmente invisible silenciosamente invisible
de tu piel simultáneamente nube
nube playa
visible irreconocible indivisible
invisible playa nube playa playa irreconocible





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VIDAS IMAGINARIAS, de Marcel Schwob (1896)



PETRONIO
Novelista

Nació esos días en que saltimbanquis vestidos de verde hacían pasar lechoncitos amaestrados a través de aros de fuego; cuando porteros barbudos con túnicas cereza desgranaban arvejas en un plato de plata delante de los mosaicos galantes en la entrada de las villas; cuando los libertos, llenos de sestercios, ambicionaban cargos municipales en ciudades de provincia; cuando los recitadores, a los postres, cantaban poemas épicos; cuando el lenguaje estaba repleto de palabras de ergástulo y redundancias enfáticas venidas de Asia.
Su infancia pasó entre elegancias como ésas. No se volvía a poner por segunda vez una lana de Tiro. Hacían barrer la platería caída en el atrio con la basura. Las comidas estaban compuestas por cosas delicadas e inesperadas, y los cocineros variaban sin cesar la arquitectura de las vituallas. No había que asombrarse si, al abrir un huevo, uno encontraba adentro una pasa de higo, ni tener miedo de rebanar una estatuilla imitación de Praxiteles esculpida en paté. El yeso que sellaba las ánforas era dorado con diligencia. Cajitas de marfil indio encerraban perfumes ardientes destinados a los comensales. Los aguamaniles estaban agujereados de diferentes maneras y llenos de aguas coloreadas que sorprendían al surgir. Toda la cristalería representaba monstruosidades irisadas. Al agarrar ciertas urnas, las asas se rompían en los dedos y los costados se abrían para dejar caer flores pintadas artificialmente. Pájaros de África de mejillas escarlata cacareaban en jaulas de oro. Atrás de rejillas incrustadas en las ricas paredes de las murallas aullaban muchos monos de Egipto que tenían caras de perro. Adentro de receptáculos preciosos reptaban animales delgados que tenían escamas flexibles rutilantes y ojos rayados de azul.
Así que Petronio vivió ligeramente, pensando que hasta el aire que aspiraba había sido perfumado para su uso. Cuando llegó a la adolescencia, después de haber guardado su primera barba en un cofre adornado, empezó a mirar a su alrededor. Un esclavo de nombre Siro, que había servido en el circo, le enseñó cosas desconocidas. Petronio era petiso, negro y bizqueaba de un ojo. No era de raza noble. Tenía manos de artesano y una mente cultivada. De ahí le vino el gusto por trabajar las palabras e inscribirlas. No se parecían a nada de lo que habían imaginado los poetas antiguos. Porque se esforzaban por imitar todo lo que rodeaba a Petronio. Y no fue sino más tarde cuando tuvo la enojosa ambición de componer versos.
Entonces conoció a gladiadores bárbaros y charlatanes de feria, hombres de miradas oblicuas que parece que miran las legumbres y se llevan un pedazo de carne, niños enrulados que paseaban a senadores, viejos parlanchines que discurrían sobre los asuntos de la ciudad en las esquinas, lacayos lascivos y muchachas trepadoras, vendedores de frutas y patrones de posadas, poetas lamentables y sirvientas pícaras, sacerdotisas sospechosas y soldados errantes. Posaba su ojo bizco en ellos y captaba sus maneras y sus intrigas con exactitud. Siro lo condujo a los baños de esclavos, a las celdas de prostitutas y a los reductos subterráneos donde los figurantes de circo se ejercitaban con sus espadas de madera. En las puertas de la ciudad, entre las tumbas, le contó historias de hombres que cambian de piel que los negros, los sirios, los taberneros y los soldados guardianes de las cruces de tortura se pasaban de boca en boca.
Hacia los treinta años, Petronio, ávido de esta libertad diversa, empezó a escribir la historia de los esclavos errantes y libertinos. Reconoció sus costumbres entre las transformaciones del lujo; reconoció sus ideas y su lenguaje entre las conversaciones educadas de los festines. Solo ante su pergamino, apoyado en una mesa que olía a madera de cedro, dibujó con la punta de su cálamo las aventuras de un populacho ignorado. A la luz de sus ventanas altas, bajo los frescos del cielorraso, imaginó las antorchas humeantes de los hospedajes y ridículos combates nocturnos, molinetes de candelabros de madera, cerraduras forzadas a hachazos por esclavos de la justicia, catres grasientos recorridos por chinches y reproches de procuradores de islotes en el medio de aglomeraciones de pobre gente vestida con cortinas desgarradas y trapos sucios.
Se dice que cuando terminó los dieciséis libros de su invención hizo acudir a Siro para leérselos, y que el esclavo se reía y gritaba en voz alta entre aplausos. En ese momento concibieron el proyecto de llevar a la práctica las aventuras compuestas por Petronio. Tácito cuenta erróneamente que Petronio fue árbitro de elegancia en la corte de Nerón, y que Tigelino, celoso, hizo que le enviaran la orden de muerte. Petronio no se desmayó delicadamente en una bañadera de mármol, murmurando versitos lascivos. Huyó con Siro y terminó su vida recorriendo los caminos.
La apariencia que tenía le permitió disfrazarse con facilidad. Siro y Petronio cargaron por turnos el bolsito de cuero que contenía su ropa y sus denarios. Durmieron al aire libre, cerca de los túmulos de las cruces. Vieron brillar tristemente en la noche las pequeñas lámparas de los monumentos fúnebres. Comieron pan agrio y aceitunas reblandecidas. No se sabe si robaron o no. Fueron magos ambulantes, charlatanes rurales y compañeros de soldados vagabundos. Petronio desaprendió completamente el arte de escribir, en cuanto vivió la vida que había imaginado. Fueron amigos de jóvenes traidores a los que quisieron y que los abandonaron a las puertas de los municipios llevándose hasta su último as. Se entregaron a todos los excesos con gladiadores evadidos. Fueron barberos y mozos de baños. Durante meses vivieron de panes funerarios que hurtaban de los sepulcros. Petronio aterrorizaba a los viajeros con su ojo apagado y su negrura que parecía maliciosa. Desapareció una noche. Siro pensó que lo encontraría en una celda mugrienta en la que habían conocido a una muchacha de cabellera enredada. Pero un vagabundo borracho le había hundido una hoja ancha en el cuello mientras yacían juntos, a campo raso, en las losas de un panteón abandonado.


Gentileza de Editorial Losada

ALGO NEGRO, de Jacques Roubaud (1986)

Meditación del 12/5/85


Me encontraba ante ese silencio inarticulado un poco como el bosque algunos en momentos semejantes pensaron descifrar el espíritu en alguna remanencia eso fue para ellos un consuelo o la duplicación del horror yo no.

Había sangre espesa bajo tu piel en tu mano caída al final de los dedos yo no la veía humana

Esta imagen se presenta por milésima vez como nueva con la misma violencia no puede no repetirse indefinidamente una nueva generación de mis células si hay tiempo encontrará esta duplicación onerosa esas copias fotográficas internas yo no tengo elección ahora.

Nada me influencia en la negrura.

No me ejercito en ninguna comparación no adelanto ninguna hipótesis me hundo por las uñas.

Soy desde siempre miope no se me puede decir mira esa hierba allá diez años atrás ve en dirección a ella.

La mirada humana tiene el poder de darle valor a los seres eso los encarece.

No se me puede decir habla y espera una sola cosa de la palabra ella no será pensada.

Este es el fin el fin donde no hay ninguna verdad sino una palma de hojas espaciadas con sus amontonamientos.



Meditación de la certeza


La puerta rechazaba la luz.

Yo sabía que ahí había una mano. ¿quién me concedería en adelante todo el resto?

Después de haberla visto, después de haber reconocido la muerte, que no sólo parecía ser así, sino que era así con certeza, y no tenía ningún sentido dudarlo.

Después de haberla visto, después de haber reconocido la muerte.

Alguien me habría dicho: “no sé si eso es una mano”. yo no habría podido responder. “mírala más de cerca.” ningún juego de lenguaje podía desplazar esta certeza. tu mano colgaba al borde de la cama.

Tibia. tibia solamente. tibia todavía.

La sangre se había espesado al final de los dedos. como un fondo de guinness en un vaso.

Yo no la veía humana. “hay sangre en una mano humana”. entendía muy claro el sentido de esta oración. porque contemplaba su confirmación negativa.

No me hacía falta decirme: “la sangre corre por una mano viva”. cosa que sin embargo nadie vio jamás. esa sangre sin duda alguna no corría. yo no podía ponerlo en duda. para dudar me faltaban razones.



En mi reinaba la desolación


Donde tu inexistencia era tan fuerte. se había vuelto una forma de ser.

En mí reinaba la desolación. como conversando en voz baja.

Pero las palabras no tenían la fuerza de franquear.

De franquear solamente. porque no había qué.

Uno gira hacia el mundo. uno gira hacia sí.

Uno querría no vivir de ningún modo.

Es el núcleo habitual del infortunio.

“Usted” era nuestro modo de dirigirnos. lo había sido.

Muerta sólo podía decir: “tú”.



¿Dónde estás?

¿Dónde estás:
quién?

Bajo la lámpara, rodeada de negro, te dispongo:

En dos dimensiones

Lo negro cae

Desde los rincones. como polvo:

Imagen sin consistencia voz sin consistencia

La tierra
que te roza

El mundo
del que ya nada te separa

Bajo la lámpara. en la noche. rodeado de negro. contra la puerta.

DIARIO DE UNA CAMARERA, de Octave Mirbeau (1900).





Y esto me recuerda nuestro famoso viaje a Bélgica, el año que fuimos a pasar algunas semanas en Ostende... En la estación de Feignies, visita a la aduana. Era de noche... y el señor muy dormido... se había quedado en su compartimiento... Fue la señora quien se presentó, conmigo, en la sala donde inspeccionaban el equipaje...
-¿Tiene algo que declarar? -nos preguntó un aduanero gordo que, al ver a la señora, linda y elegante, se imaginó que obtendría cierto placer manipulando cosas agradables... Porque existe una clase de aduaneros para los cuales es una especie de placer físico, y casi un acto de posesión, meter sus dedos gruesos entre los pantalones y las camisas de las mujeres hermosas.
-No... -respondió la señora...- No tengo nada.
-Entonces... abra esa valija...
De entre las seis valijas que llevábamos, había elegido la más grande y la más pesada, una valija de piel de cerdo cubierta con su envoltorio de tela gris.
-¡Le digo que no hay nada! -insistió la señora irritada.
-Ábrala, de todos modos... -ordenó el guarango, a quien la resistencia de mi patrona incitaba visiblemente a un examen más completo y más tiránico...
La señora -¡ah!, todavía la veo- tomó, de su cartera, el manojo de llaves y abrió la valija... El aduanero, con una alegría odiosa, olfateó el olor exquisito que salía de ella, y enseguida se puso a hurgar con sus garras negras y torpes entre la lencería fina y los vestidos... La señora estaba furiosa, lanzaba gritos, y más aún porque el animal empujaba y fruncía con una hostilidad evidente todo lo que nosotras habíamos ordenado con tanto esmero...
La visita se iba a terminar sin más molestias cuando el aduanero, señalando en el fondo de la valija un largo estuche de terciopelo rojo, preguntó:
-¿Y esto?... ¿Qué es esto?
-Joyas... -respondió la señora con firmeza, sin la menor alteración.
-Ábralo...
-Le digo que son joyas. ¿Para qué?
-Ábralo...
-No... No lo abriré... Es un abuso de poder... Le digo que no lo abriré... Por otra parte, no tengo la llave...
La señora estaba en un estado de agitación extraordinaria. Quiso arrancar el estuche en litigio de las manos del aduanero que, dando un paso hacia atrás, la amenazó:
-Si usted no quiere abrir este estuche, voy a ir a buscar al inspector...
-Es una indignidad... una vergüenza...
-Y si no tiene la llave de este estuche, bien, lo forzaremos.
Exasperada, la señora gritó:
-Usted no tiene derecho... Me quejaré ante la embajada... ante los ministros... Me quejaré ante el rey, que es uno de nuestros amigos... Haré que lo remuevan, me entiende... que lo condenen, que lo metan en la cárcel...
Pero estas palabras de enojo no producían ningún efecto en el impasible aduanero, que repitió con más autoridad:
-Abra el estuche...
La señora se había puesto muy pálida y se estrujaba las manos.
-¡No! -dijo-, no lo abriré... No quiero... no puedo abrirlo...
Y, por lo menos por décima vez, el aduanero terco ordenó:
-¡Abra el estuche!
Esta discusión había interrumpido las operaciones de la aduana y agrupado, a nuestro alrededor, a algunos viajeros curiosos... Yo misma estaba prodigiosamente interesada por las peripecias de ese pequeño drama y, sobre todo, por el misterio de ese estuche que no conocía, que nunca había visto en lo de la señora, y que, ciertamente, había sido introducido en la valija a mis espaldas.
Bruscamente, la señora cambió de táctica, se hizo más dócil, casi acariciante, con el incorruptible aduanero, y acercándosele como para hipnotizarlo con su aliento y sus perfumes, le suplicó muy bajo:
-Aleje a esas personas, se lo ruego... Y abriré el estuche...
El aduanero creyó, sin duda, que la señora le tendía una trampa. Meneó su vieja cabeza obstinada y desconfiada:
-Basta de remilgos... Todo esto son alardes... Abra el estuche...
Entonces, confundida y poniéndose colorada, pero con resignación, la señora tomó de su monedero una llave de oro pequeñita, muy mona, y tratando que el contenido permaneciera invisible para la multitud, abrió el estuche de terciopelo rojo que el aduanero le presentaba, firmemente sostenido por sus manos. Al instante, el aduanero dio un paso atrás, espantado como si tuviera miedo de ser mordido por un animal venenoso.
-¡Me cago en Dios!... -blasfemó.
Después, pasado el primer momento de asombro, gritó con un movimiento de la nariz, divertido:
-¡Sólo tenía que decirme que era viuda!
Y volvió a cerrar el estuche, no lo suficientemente rápido, sin embargo, como para que las risas, los murmullos, las palabras descorteses y hasta las indignaciones que estallaron en la multitud, dejaran de mostrarle a la señora que “sus joyas” habían sido vistas perfectamente por los viajeros...
La señora se incomodó... Sin embargo, debo reconocer que demostró cierta dignidad, en esta circunstancia más bien difícil... ¡Ah!, ¡es cierto! No le faltaba descaro... Me ayudó a volver a poner orden en la valija revuelta. Y abandonamos la sala bajo los silbidos y las risas insultantes de la asistencia.
La acompañé hasta su vagón llevando el bolso en el que había guardado el famoso estuche... Por un momento, en el andén, se detuvo y, con una imprudencia tranquila, me dijo:
-¡Por Dios, qué tonta fui!... Habría debido declarar que el estuche le pertenecía.
Con la misma imprudencia, le respondí:
-Le agradezco mucho, señora. La señora es muy buena conmigo... Pero yo prefiero usar esas “joyas”... al natural...
-¡Cállese!... -dijo la señora, sin enojarse...- Usted es una tontita...
Y fue a buscar, en el vagón, a Coco, que no sospechaba nada...


Gentileza de Editorial Losada

EL DIABLO EN EL CUERPO, de Raymond Radiguet (1919).



Es raro que se produzca un cataclismo sin fenómenos que lo anuncien. El atentado austriaco, la agitación del juicio a Caillaux, promovían una atmósfera irrespirable, propicia a la extravagancia. Mi verdadero recuerdo de la guerra también es anterior a la guerra.
Fue así:
Mis hermanos y yo nos burlábamos de uno de nuestros vecinos, hombre grotesco, especie de enano de barbita blanca y capucha, un concejal llamado Maréchaud. Todos lo llamaban el tío Maréchaud. Aunque vivía justo al lado, nos negábamos a saludarlo, y eso lo enojaba tanto que un día, no aguantando más, nos abordó en el camino y nos dijo: “¡Qué bien! ¿Así que no se saluda a un concejal?”. Salimos corriendo. A partir de esa impertinencia, fueron declaradas las hostilidades. Pero, ¿qué podía hacer contra nosotros un concejal? Al ir y al volver de la escuela mis hermanos le tocaban el timbre, con tanta más audacia cuanto que el perro, que tendría mi edad, no era de temer.
La víspera del 14 de julio de 1914, yendo a buscar a mis hermanos, cuál no sería mi sorpresa al ver una aglomeración delante de la verja de los Maréchaud. Algunos tilos podados ocultaban un poco su chalet al fondo del jardín. Desde las dos de la tarde, su joven sirvienta, que se había vuelto loca, se había subido al tejado y se negaba a bajar. Los Maréchaud, espantados por el escándalo, habían cerrado los postigos, y el aspecto trágico de esta loca sobre el tejado era todavía mayor porque la casa parecía abandonada. La gente gritaba y se indignaba de que sus patrones no hiciesen nada para salvar a la desgraciada, que se tambaleaba sobre las tejas aunque no parecía borracha. Yo hubiese querido quedarme ahí para siempre, pero nuestra sirvienta, enviada por mi madre, vino para llevarnos de vuelta a nuestros deberes. Si no, me quedaría sin fiesta. Me fui descorazonado, rogándole a Dios que la mucama todavía estuviese en el techo cuando fuera a la estación a buscar a mi padre.
Y estaba en su puesto, pero los pocos viajeros que volvían de Paris se apuraban para ir a cenar y no perderse al baile. Nadie le concedía más de un minuto distraído.
Por otra parte, hasta aquí, para la mucama sólo se trataba de un ensayo más o menos público. El debut sería a la noche, como se acostumbra, con las girándulas luminosas formando unas auténticas candilejas. Estaban encendidas las de la avenida y las del jardín, ya que los Maréchaud, pese a su ausencia fingida, no se habían atrevido a abstenerse de la iluminación, como notables que eran. A lo fantástico de esta casa del crimen sobre cuyo techo se paseaba, como sobre el puente de un buque empavesado, una mujer de cabellos al viento, contribuía mucho la voz de esta mujer: inhumana, gutural, de una dulzura que ponía la piel de gallina.
Como los bomberos de una pequeña municipalidad son “voluntarios”, durante el día se ocupan de cualquier otra cosa. Son el lechero, el pastelero, el cerrajero, que después del trabajo vendrán a apagar el incendio, si no se ha apagado sólo. Desde la movilización, nuestros bomberos además formaban una especie de milicia misteriosa que hacía patrullas, maniobras y rondas nocturnas. Estos valientes por fin llegaron y se abrieron paso entre la multitud.
Una mujer se adelantó. Era la esposa de un concejal adversario de Maréchaud y desde hacía unos minutos se apiadaba ruidosamente de la loca. Le hizo algunas recomendaciones al capitán: “Trate de agarrarla por las buenas; no las conoce, la pobrecita: en esta casa la maltratan. Sobre todo, si es por miedo de ser despedida, de encontrarse sin trabajo, que actúa así, dígale que yo la emplearé. Que le duplicaré el sueldo.”
Esta caridad ruidosa produjo poco efecto en la multitud. La mujer los aburría. Sólo pensaban en la captura. Los bomberos, seis en total, escalaron la verja y rodearon la casa trepando por los costados. Pero apenas uno apareció sobre el tejado, la multitud, como los niños en el guiñol, empezó a vociferar para prevenir a la víctima.
-¡Cállense de una vez! gritaba la señora, lo que excitaba los “¡Ahí hay uno!, ¡Ahí hay uno!” del público. Ante esos gritos, la loca, armándose de tejas, lanzó una sobre el casco del bombero que había llegado a la cima. Los otros cinco bajaron de inmediato.
Mientras el tiro al blanco, la calesita y las barracas, en la plaza de la Municipalidad, se lamentaban por la falta de clientela justo una noche en la que los ingresos debían ser sustanciales, los sinvergüenzas más intrépidos escalaban los muros y se apretujaban sobre el césped para seguir la cacería. La loca decía cosas que he olvidado, con esa melancolía profunda y resignada que da a la voz la certeza de que uno tiene razón y que el resto del mundo se equivoca. Los sinvergüenzas, que preferían este espectáculo a la feria, sin embargo querían combinar los placeres. De esta forma, temblando porque la loca fuese atrapada en su ausencia, corrían a dar una vuelta rápida en la calesita. Otros más sensatos, instalados sobre las ramas de los tilos como para el desfile de Vincennes, se contentaban encendiendo bengalas y petardos.
Es posible imaginar la angustia del matrimonio Maréchaud, en su casa, encerrados en el medio de ese ruido y esos fulgores.
El concejal esposo de la señora caritativa, trepado sobre un pequeño muro de la verja, improvisaba un discurso acerca de la cobardía de los propietarios. Fue aplaudido.
Creyendo que la aplaudían a ella, la loca saludaba, un paquete de tejas bajo cada brazo, pues arrojaba otra cada vez que divisaba un casco. Con su voz inhumana, agradecía que por fin la hubiesen comprendido. Yo pensaba en una muchacha, capitana de corsarios, quedándose sola en su barco que se hunde.
La multitud se dispersaba, un poco cansada. Había querido quedarme con mi padre, mientras mi madre, para saciar esa necesidad de descomponerse que tienen los niños, llevaba a los suyos a la montaña rusa. Es cierto que yo sentía esta necesidad extraña más intensamente que mis hermanos. Me gustaba que mi corazón latiera más rápida e irregularmente. Pero ese espectáculo, de una poesía profunda, me gustaba todavía más. “Qué pálido estás”, había dicho mi madre. Encontré el pretexto de las luces de Bengala. Me daban, dije, un color verde.
-Así y todo tengo miedo de que esto lo impresione demasiado, le dijo a mi padre.
-Oh, respondió él, no conozco a nadie más insensible. Puede ver cualquier cosa, menos cómo despellejan un conejo.
Mi padre lo decía para que me quedase. Pero sabía que ese espectáculo me trastornaba. Yo sentía que a él también. Le pedí que me subiera a sus hombros para ver mejor. En realidad iba a desmayarme, las piernas no me sostenían más.
Ahora, éramos menos de veinte personas. Oímos las cornetas. Era el desfile con antorchas.
De repente cien antorchas iluminaron a la loca, como cuando, después de la luz suave de las candilejas, estalla el magnesio para fotografiar una nueva estrella. Entonces, agitando sus manos como despedida, y creyendo que era el fin del mundo, o simplemente que iban a atraparla, se tiró del techo, rompió la marquesina al caer con un estruendo espantoso y se aplastó contra los escalones de piedra. Hasta aquí yo había tratado de soportar todo, aunque me zumbaran los oídos y me fallase el corazón. Pero cuando oí que la gente gritaba: “Todavía está viva”, caí, sin conocimiento, de los hombros de mi padre.
Cuando volví en mí, me llevó a la orilla del Marne. Nos quedamos ahí hasta muy tarde, en silencio, extendidos en la hierba.
Volviendo, me pareció ver detrás de la verja una silueta blanca, ¡el fantasma de la sirvienta! Era el tío Maréchaud con su gorro de algodón contemplando los destrozos, su marquesina, sus tejas, su césped, sus canteros, sus escalones cubiertos de sangre, su prestigio destruido.
Si insisto sobre un episodio semejante es porque deja entender mejor que cualquier otro el extraño período de la guerra, y cuánto, más que lo pintoresco, me impresionaba la poesía de las cosas.


Gentileza de Editorial Losada

EL BAILE DEL CONDE DE ORGEL, de Raymond Radiguet (1924).


El año que siguió al armisticio se puso de moda ir a bailar a las afueras. Todas las modas son encantadoras cuando responden a una necesidad y no a un capricho. La severidad de la policía llevaba a este extremo a los que no pueden acostarse temprano. Las fiestas en el campo se hacían de noche. Prácticamente se comía sobre el césped.
Era verdaderamente con una venda sobre los ojos que François hacía este viaje. No habría podido decir qué camino tomaban. Al detenerse el coche:
-¿Llegamos?, preguntó.
Sin embargo, apenas estaban en la Puerta de Orleáns. Un cortejo de automóviles esperaba para volver a partir; la multitud le hacía una hilera de honor. Desde que se bailaba en Robinson, los vagabundos de extramuros y la buena gente de Montrouge venían hasta esta puerta para admirar a la alta sociedad.
Los mirones que formaban esa fila desvergonzada pegaban sus narices a las ventanillas de los vehículos para ver mejor a sus propietarios. Las mujeres fingían que este suplicio les resultaba encantador. La lentitud del cobrador del peaje lo prolongaba demasiado. Inspeccionadas así, codiciadas como detrás de una vidriera, las miedosas volvían a sentir el mismo susto del Gran Guiñol. Pero este populacho era la revolución inofensiva. Una nueva rica siente el collar sobre su cuello; pero eran necesarias esas miradas para que los elegantes sintieran sus perlas, a las que un peso nuevo les agregaba valor. Al lado de los imprudentes, los tímidos, con frío, se subían sus cuellos de marta cibelina.
Por otra parte, se pensaba más en la revolución adentro de los coches que afuera. Al pueblo le gustaba demasiado ese espectáculo gratuito que se daba cada noche. Y esa noche había una multitud. El público de los cines de Montrouge, después del programa del sábado, se había regalado un extra discrecional. Les parecía que las películas lujosas continuaban.
En la multitud había muy poco odio contra esos felices efímeros. Paul se daba vuelta inquieto, sonriendo, hacia sus amigos. Como después de algunos minutos los coches no volvían a arrancar, Anne de Orgel se asomó.
-¡Hortense!, le dijo a Mahaut, ¡no podemos dejar a Hortense así! Su coche está descompuesto.
Bajo un farol de gas, con un vestido de noche y una diadema sobre la frente, la princesa de Austerlitz dirigía los trabajos de su mecánico, se reía e increpaba a la multitud. Estaba acompañada por una mujer de la colonia americana, la señorita Wayne, que gozaba de una gran reputación de belleza. Esta reputación de belleza, como casi todas las reputaciones mundanas, era exagerada. La clarividencia más elemental demostraba que la señorita Wayne no actuaba como una mujer que posee cierta ventaja.
La princesa de Austerlitz, por su parte, estaba magnífica bajo ese farol de gas, su iluminación le quedaba mejor que la de las arañas. Rodeada de vagos, seguía tan cómoda en lo suyo como si hubiera vivido entre ellos siempre.
Para no tener que pronunciar un nombre tan llamativo, todos la llamaban Hortense, lo que podía dar a entender que era amiga de todo el mundo. Y lo era, salvo de los que no querían. Era la bondad personificada. Sin embargo, los moralistas la hubiesen deplorado en nombre de la Bondad. A causa de la libertad de sus costumbres, algunas casas le eran hostiles. Bisnieta de un mariscal del Imperio, se había casado con el descendiente de otro mariscal. De todos los que conocían a su esposa, el príncipe de Austerlitz era el único que no era íntimo de ella. Ella, a su vez, no importunaba al príncipe, al que la juventud creía muerto de tan poco ruido que hacía; consagraba su vida al mejoramiento de la raza equina. Hortense heredaba de su antepasado, el mariscal Radout, dependiente de carnicero en su juventud, esa carnadura excesiva y esa cabellera encrespada que parecen provenir del trato con las carnes crudas. Buena mujer y buena hija, predisponía a su favor a la gente común, que la encontraba hermosa. Buena hija, buena bisnieta incluso, porque lejos de renegar de sus orígenes rendía homenaje al mariscal hasta en sus amores. ¡Lo único que le gustaba era la salud del mercado de mayoristas, y le reprochaban que tuviera apetitos malsanos!
La nueva generación se mostraba menos rigurosa con ella que la suya, y los Orgel, cuya moralidad no podía ponerse en duda, no la mantenían alejada. Así que François, que no conocía a los Orgel, conocía a Hortense.
Los tres hombres besaron la mano de la señora de Austerlitz y los espectadores se rieron.
François ya estaba tan incorporado a los Orgel que no entendió el por qué de las risas. Más que el gesto del besamanos, lo que le daba gracia a la muchedumbre era la voz del conde de Orgel.
Una cosa de la que la señora de Orgel no se daba cuenta era que la simpatía de la multitud iba dirigida a Hortense de Austerlitz y a Hester Wayne antes que a ella porque la princesa y la americana, vestidas de noche, no llevaban sombrero, y para las mujeres del pueblo el atributo de la señora es principalmente el sombrero.
Solo, en segundo plano, un gigantón se permitía no demostrar ninguna simpatía por la princesa. “Ah, si tuviera unas granadas”, había gruñido al principio. Pero los murmullos le demostraron que era mejor que no insistiera si quería conservar su pellejo. Cambió de malhumor, se la agarró con el mecánico y lo trató de “zoquete”. Para colmo, cada vez que el pobre, sudando, creía haberlo conseguido, el críquet, mal encajado, volvía a dejar caer el coche. La princesa le gritó al cabeza dura:
-¡Eh, especie de vago, a ver si en vez de presumir nos ayudas!
En ciertas situaciones, ante ciertas palabras, el juego es a cara o ceca.
-Esto se arruina, pensó Paul.
Al contrario, la frase le valió una enorme ovación a la princesa.
Sin duda la ovación la impuso al gigante, porque renegando -lo que era el apogeo, y mostraba que se abocaba a un deber- el hombre atravesó la multitud, se deslizó abajo del auto y en el acto lo puso en condiciones de volver a arrancar.
“Déle un vaso de oporto al señor”, le dijo Hortense al mecánico. Sacaron del baúl una botella y vasos. Entonces, brindando con su salvador, la princesa finalizó su conquista.
-¡Vamos, hop, en marcha!, gritó.
Y así, participando un poco del sol de la princesa de Austerlitz, los Orgel con Séryeuse, y Paul maravillado, partieron hacia Robinson.

Gentileza de Editorial Losada