Recordaré toda mi vida una herborización que
hice un día por el lado de la Robaila,
montaña del justiciero Clerc. Estaba solo, me hundía en las anfractuosidades de
la montaña, y de bosque en bosque, de roca en roca, llegué a un reducto tan
escondido que en toda mi vida no vi una apariencia más salvaje. Abetos negros
mezclados con hayas prodigiosas, algunos de los cuales, caídos de viejos y
entrelazados unos con otros, cerraban ese reducto con barreras impenetrables;
algunos intervalos que dejaba ese cerco sombrío no ofrecían, más allá, sino
rocas cortadas a pico y horribles precipicios que no me atrevía a mirar sino
acostándome sobre el vientre. El buharro, la lechuza y el águila dejaban oír
sus gritos en las grietas de la montaña, sin embargo algunos pequeños pájaros
raros pero familiares atemperaban el horror de esta soledad. Allí encontré la Dentaria heptaphylla, el Ciclamen, la Nidus avis, la gran Laserpitium
y algunas otras plantas que me sedujeron y me divirtieron largo rato. Pero
insensiblemente dominado por la fuerte impresión de los objetos, olvidé la
botánica y las plantas, me senté sobre almohadas de Lycopodium y de musgos, y me puse a soñar más cómodo pensando que
estaba en un refugio ignorado por todo el universo, del que mis perseguidores
no me desterrarían. Un movimiento de orgullo se mezcló pronto con esta
ensoñación. Me comparaba con esos grandes viajeros que descubren una isla
desierta y me decía complaciente: sin duda soy el primer mortal que llegó hasta
aquí; me veía casi como otro Colón. Mientras me pavoneaba con esa idea, escuché
un poco más lejos cierto tintineo que creí reconocer; escucho: el mismo ruido
se repite y se multiplica. Sorprendido y curioso me levanto, penetro a través
de una funda de maleza del lado donde venía el ruido, y en una depresión a
veinte pasos del lugar mismo al que creía haber sido el primero en llegar veo
una manufactura de medias.
No podría expresar la agitación confusa y
contradictoria que sentí en mi corazón ante este descubrimiento. Mi primer
movimiento fue un sentimiento de alegría al encontrarme entre humanos donde me
había creído completamente solo. Pero ese movimiento, más rápido que el rayo,
pronto le dejó lugar a un sentimiento doloroso más duradero, como si en las
cuevas mismas de los Alpes no pudiera escapar de las crueles manos de los
hombres encarnizados en atormentarme. Ya que estaba muy seguro de que quizá no
hubiera ni dos hombres en esa fábrica que no estuvieran iniciados en el complot
del cual el predicante Montmollin se había hecho jefe, y cuyos móviles venían
de más lejos. Me apresuré a apartar esta triste idea y terminé por reír para mí
mismo de mi vanidad pueril y de la manera cómica con la que había sido
castigado.
Gentileza Editorial Losada