jueves, 4 de diciembre de 2008
PAPÁ GORIOT, de Honoré de Balzac (1835).
La señora Vauquer, de Conflans de soltera, es una vieja que desde hace cuarenta años regentea en Paris una pensión burguesa establecida en la calle Neuve Sainte Geneviève, entre el barrio latino y el faubourg Saint Marceau. Esta pensión, conocida con el nombre de Casa Vauquer, admite por igual a hombres y a mujeres, jóvenes y viejos, sin que la maledicencia haya atacado nunca las costumbres de este respetable establecimiento. Pero es cierto que hace treinta años que no se ve una muchacha ahí, y para que un joven se aloje, la pensión que le pasa su familia debe ser muy exigua. Sin embargo, en 1819, época en la que empieza este drama, había en la casa una muchacha. Aunque la palabra drama esté muy desacreditada, por la manera abusiva y violenta con la que ha sido prodigada en estos tiempos de dolorosa literatura, es necesario usarla acá: no porque esta historia sea dramática en el verdadero sentido de la palabra; pero, una vez terminada la obra, quizás se hayan derramado algunas lágrimas intra y extramuros. ¿Llegará a ser comprendida fuera de París? Podemos dudarlo. Las particularidades de esta escena llena de observaciones y color local sólo pueden ser apreciadas entre las colinas de Montmartre y las alturas de Montrouge, en ese ilustre valle de escombros siempre a punto de derrumbarse y arroyos negros de barro; valle inundado de sufrimientos reales y alegrías muchas veces falsas, y tan terriblemente agitado que tiene que pasar algo muy extraordinario para producir en él una sensación un poco duradera. Sin embargo, en todas partes se encuentran dolores que la aglomeración de vicios y virtudes convierte en grandiosos y solemnes: ante ellos, los egoísmos y los intereses se detienen y se apiadan, pero esta impresión es como un fruto sabroso rápidamente devorado. El carro de la civilización, como el del ídolo de Jaggernat, apenas demorado por un corazón menos fácil de triturar que los otros y que traba sus ruedas, enseguida lo muele y continúa su marcha gloriosa. Lo mismo harán ustedes, que sostienen este libro con su mano blanca y se hunden en un sillón blando diciéndose: tal vez éste me entretenga. Después de haber leído los infortunios secretos de papá Goriot cenarán con apetito echándole la culpa de su insensibilidad al autor, tachándolo de exagerado y acusándolo de poetizar. ¡Ah!, sépanlo: este drama no es una ficción ni una novela. All is true, tan verdadero que cada uno puede reconocer sus elementos en su propio hogar, quizás hasta en su propio corazón.
La casa en la que funciona la pensión burguesa pertenece a la señora Vauquer. Está situada en la parte baja de la calle Neuve Sainte Geneviève, donde el terreno desciende hacia la calle Arbalète con una pendiente tan pronunciada y tan dura que los caballos pocas veces la suben o la bajan. Esta circunstancia favorece el silencio que reina en esas calles apretadas entre la cúpula del Val de Grâce y la del Pantheón, dos monumentos que cambian las condiciones del ambiente dándole tonos amarillos y oscureciendo todo con los colores severos que proyectan sus cúpulas. Ahí las calles son secas, los arroyos no tienen agua ni barro y la hierba crece a lo largo de las paredes. Ahí el hombre más despreocupado se entristece como el resto de los transeúntes, el ruido de un coche se transforma en un acontecimiento, las casas son oscuras y las paredes huelen a prisión. Un parisino perdido sólo encontraría pensiones o institutos, miseria o aburrimiento, viejos a punto de morir o jóvenes obligados a trabajar. Ningún barrio de París es más horrible, ni, digámoslo, más desconocido. La calle Neuve Sainte Geneviève en especial es como un marco de bronce, el único apropiado para este relato, que no podríamos presentar para su comprensión si no fuera mediante colores oscuros e ideas graves; así, de escalón en escalón, disminuye la luz y se ahueca el canto del guía a medida que el viajero baja a las catacumbas. ¡Comparación auténtica! ¿Quién decide qué es más horrible de ver, si los cráneos vacíos o los corazones secos?
La fachada de la casa da a un jardincito, de manera que el edificio forma un ángulo recto sobre la calle Neuve Sainte Geneviève, desde donde se la ve cortada en su profundidad. A lo largo de esta fachada, entre la casa y el jardín, hay una depresión empedrada de dos metros de ancho, y adelante de ella un caminito arenoso bordeado de geranios, laureles rosas y granados plantados en grandes macetas de loza azul y blanca. Se entra en este caminito por una puerta rematada con un letrero en el que dice CASA VAUQUER, y abajo: Pensión burguesa para ambos sexos y otros. Durante el día una puerta cancel, provista de un timbre gritón, deja ver al final del empedrado, en la pared opuesta a la calle, una arcada pintada en mármol verde por un artista del barrio. En la abertura que aparenta esta pintura se levanta una estatua representando al Amor. Viendo el barniz descascarado que la cubre, los amantes de los símbolos quizás descubrirían en ella un mito del amor parisino, que es curado a pocos pasos de allí. Abajo del pedestal, esta inscripción borrada a medias recuerda la época a la que se remonta este adorno por el entusiasmo que testimonia hacia Voltaire, que volvió a París en 1777:
Quienquiera que seas, este es tu amo:
Lo es, lo fue o lo será.
Al caer la noche, la cancel es reemplazada por una puerta ciega. El jardín, del mismo ancho que el largo de la fachada, se encuentra encajonado entre la pared de la calle y la medianera de la casa vecina, a lo largo de la que cuelga un abrigo de hiedra que la tapa completamente y atrae la mirada de los que pasan por el efecto pintoresco que produce en París. Todas estas paredes están cubiertas de espalderas y parrales, cuyos frutos magros y polvorientos son objeto de los temores de la señora Vauquer y de sus conversaciones con los pensionistas. A lo largo de cada pared corre un sendero angosto que lleva a un grupo de tilos, palabra que la señora Vauquer, aunque sea una de Conflans, se obstina en pronunciar tillos, a pesar de las observaciones gramaticales de sus huéspedes. Entre los dos caminitos laterales hay un cantero con alcauciles flanqueado por árboles frutales cortados en forma de huso y bordeado de acedera, lechuga y perejil. Bajo los tilos hay una mesa redonda pintada de verde y rodeada de sillas. Acá, los días de verano, los huéspedes que son lo bastante ricos como para permitirse tomar café vienen a saborearlo con un calor como para incubar huevos. La fachada, de tres pisos de altura y rematada con mansardas, está hecha con piedras y pintada con ese color amarillento que le da una apariencia innoble a casi todas las casas de París. Las cinco ventanas de cada piso tienen vidrios pequeños y están provistas de celosías, ninguna en el mismo nivel, de manera que todas las líneas se chocan. El fondo de la casa tiene dos ventanas que, en la planta baja, están adornadas con barrotes de hierro cruzados. Atrás del edificio hay un patio de unos veinte pies de ancho donde conviven amistosamente cerdos, gallinas y conejos, y más al fondo una leñera. Entre la leñera y la ventana de la cocina cuelga la fiambrera, y por abajo de ella corre el agua sucia de la pileta. El patio tiene una puertita que da a la calle Neuve Sainte Geneviève, por donde la cocinera tira la basura de la casa mientras limpia la sentina usando mucha agua, a pesar del mal olor.
Naturalmente destinada al uso de la pensión, la planta baja se compone de una primera habitación iluminada por las dos ventanas de la calle, y a la que se entra por una puerta ventana. Este salón da a un comedor, separado de la cocina por el hueco de la escalera, que tiene peldaños de madera y baldosas pintadas y descoloridas. No hay nada más triste de ver que esta sala amueblada de sillones y sillas tapizadas de crin a rayas alternativamente brillantes y opacas. En el centro hay una mesa redonda con tapa de mármol Santa Ana, decorada con un juego de porcelana blanca con filetes dorados medio borrados, de esos que hoy en día se encuentran por todas partes. Bastante mal entarimada, la pieza está revestida hasta la altura del vano de las ventanas. El resto de las paredes tiene un empapelado que representa las principales escenas de Telémaco, y cuyos clásicos personajes están coloreados. El paño de pared que queda entre las ventanas enrejadas les ofrece a los pensionistas el cuadro de un festín ofrecido al hijo de Ulises por Calipso. Desde hace cuarenta años que esta pintura excita las bromas de los jóvenes pensionistas, que se creen superiores a su posición burlándose de la comida a la que los condena su miseria. La chimenea de piedra, cuyo fogón siempre limpio testimonia que sólo se enciende fuego para las grandes ocasiones, está adornada con dos jarrones de flores artificiales, envejecidas y apretujadas, que acompañan a un reloj de mármol azulado del peor gusto. Esta primera pieza exhala un olor sin nombre, y que habría que llamar olor de pensión. Huele a encierro, a moho, a rancio; es frío y húmedo y penetra la ropa; tiene el gusto de un ambiente en el que se acaba de cenar; apesta a servicio, a oficio, a hospicio. Quizás podría describirse si se inventara un procedimiento para evaluar las cantidades elementales y nauseabundas que lanzan en ella las atmósferas catarrales y sui generis de cada pensionista, joven o viejo. Pero ¡bueno!, a pesar de todos estos horrores, si lo compararan con el comedor contiguo este salón les parecería elegante y perfumado como un tocador. Totalmente revestido en madera, el comedor alguna vez estuvo pintado de un color ya indistinguible, y que forma un fondo sobre el que la mugre fue dando varias manos hasta dibujar figuras grotescas. En sus estantes pegajosos hay jarras opacas y rajadas, tazas de zinc y pilas de platos de porcelana gruesa con bordes azules hechos en Tournai. En un rincón hay una caja con casilleros numerados que se usa para guardar las servilletas, manchadas y vinosas, de cada huésped. Hay muebles indestructibles, proscriptos de todas partes y abandonados ahí como los despojos de la civilización en el hospital de Incurables. Verán un barómetro con un capuchino que sale cuando llueve, grabados execrables que sacan las ganas de comer en marcos de madera pintada con filetes dorados; un escudo de carey con incrustaciones de cobre, una estufa verde, quinqués de Argand en los que el polvo se mezcla al aceite, una mesa larga con un mantel de hule tan engrasado que un externo malicioso podría escribir su nombre con el dedo, sillas estropeadas, esterillas lamentables que se deshilachan sin terminar de deshacerse, calientapiés miserables con la rejilla rota, la bisagra partida y la madera quemada. Para explicar lo viejo, arruinado, podrido, tambaleante, roído, manco, tuerto, inválido y moribundo de este comedor haría falta una descripción que retardaría demasiado el interés de esta historia, y que las personas apuradas no perdonarían. El piso de ladrillos tiene depresiones producidas por el roce y manchas de pintura. En fin, ahí reina la miseria sin poesía; una miseria económica, concentrada, rasa. Lo que todavía no tiene barro, tiene manchas; lo que no tiene agujeros ni harapos, está por pudrirse.
Esta pieza está en todo su esplendor en el momento en que, a eso de las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer se adelanta a su dueña, salta sobre los aparadores, lame la leche que contienen varios vasos tapados con platos y hace oír su ronrón matinal. Enseguida aparece la viuda ataviada con su cofia de tul, bajo la que cuelga un rodete postizo torcido; camina arrastrando sus pantuflas arrugadas. Del medio de su cara envejecida y grasienta asoma una nariz como un pico de loro; sus manitos mantecosas, su cuerpo rechoncho de chupacirios y su pecho desbordante y fofo, hacen juego con esta sala que desprende infelicidad, donde se agazapa la especulación, y cuyo aire tibiamente fétido la señora Vauquer respira sin inconvenientes. Su cara fría como la primera helada otoñal, sus ojos arrugados, cuya expresión pasa de la sonrisa impuesta a las bailarinas a la hosquedad amarga del usurero, en fin, toda ella explica la pensión, como la pensión la implica a ella. La cárcel no funciona sin el carcelero, ustedes no se imaginarían una sin el otro. La gordura pálida de esta mujer es el resultado de esta vida, como el cólera es consecuencia de las emanaciones de un hospital. Su enagua de lana tejida a mano, que asoma por abajo de la falda de un vestido viejo, del que se escapa la guata por las costuras deshechas, resume el salón, el comedor y el jardincito, anuncia la cocina y hace intuir a los huéspedes. Cuando ella está presente, el espectáculo está completo. De unos cincuenta años de edad, la señora Vauquer se parece a todas las mujeres que han sufrido. Tiene la mirada vidriosa y el aspecto inocente de la intermediaria que finge enojarse para que le paguen más, dispuesta a todo para mejorar su suerte, a entregar a Georges o a Pichegru, si Georges o Pichegru todavía estuvieran sueltos. Sin embargo, en el fondo es una buena mujer, dicen los pensionistas, que piensan que no tuvo suerte y la oyen quejarse y toser como ellos. ¿Quién fue el señor Vauquer? Nunca habla del difunto. ¿Cómo perdió su fortuna? Por culpa de la desgracia, respondía. Se había portado mal con ella, sólo le había dejado ojos para llorar, esta casa adonde vivir, y el derecho de no compadecer ningún sufrimiento, porque, decía, ya había sufrido todo lo que alguien puede sufrir. Cuando escuchaba que aparecía su patrona, la gorda Sylvie, la cocinera, se apuraba a servirles el desayuno a los pensionistas internos.
Gentileza de Editorial Losada
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