jueves, 4 de diciembre de 2008

EL BAILE DEL CONDE DE ORGEL, de Raymond Radiguet (1924).


El año que siguió al armisticio se puso de moda ir a bailar a las afueras. Todas las modas son encantadoras cuando responden a una necesidad y no a un capricho. La severidad de la policía llevaba a este extremo a los que no pueden acostarse temprano. Las fiestas en el campo se hacían de noche. Prácticamente se comía sobre el césped.
Era verdaderamente con una venda sobre los ojos que François hacía este viaje. No habría podido decir qué camino tomaban. Al detenerse el coche:
-¿Llegamos?, preguntó.
Sin embargo, apenas estaban en la Puerta de Orleáns. Un cortejo de automóviles esperaba para volver a partir; la multitud le hacía una hilera de honor. Desde que se bailaba en Robinson, los vagabundos de extramuros y la buena gente de Montrouge venían hasta esta puerta para admirar a la alta sociedad.
Los mirones que formaban esa fila desvergonzada pegaban sus narices a las ventanillas de los vehículos para ver mejor a sus propietarios. Las mujeres fingían que este suplicio les resultaba encantador. La lentitud del cobrador del peaje lo prolongaba demasiado. Inspeccionadas así, codiciadas como detrás de una vidriera, las miedosas volvían a sentir el mismo susto del Gran Guiñol. Pero este populacho era la revolución inofensiva. Una nueva rica siente el collar sobre su cuello; pero eran necesarias esas miradas para que los elegantes sintieran sus perlas, a las que un peso nuevo les agregaba valor. Al lado de los imprudentes, los tímidos, con frío, se subían sus cuellos de marta cibelina.
Por otra parte, se pensaba más en la revolución adentro de los coches que afuera. Al pueblo le gustaba demasiado ese espectáculo gratuito que se daba cada noche. Y esa noche había una multitud. El público de los cines de Montrouge, después del programa del sábado, se había regalado un extra discrecional. Les parecía que las películas lujosas continuaban.
En la multitud había muy poco odio contra esos felices efímeros. Paul se daba vuelta inquieto, sonriendo, hacia sus amigos. Como después de algunos minutos los coches no volvían a arrancar, Anne de Orgel se asomó.
-¡Hortense!, le dijo a Mahaut, ¡no podemos dejar a Hortense así! Su coche está descompuesto.
Bajo un farol de gas, con un vestido de noche y una diadema sobre la frente, la princesa de Austerlitz dirigía los trabajos de su mecánico, se reía e increpaba a la multitud. Estaba acompañada por una mujer de la colonia americana, la señorita Wayne, que gozaba de una gran reputación de belleza. Esta reputación de belleza, como casi todas las reputaciones mundanas, era exagerada. La clarividencia más elemental demostraba que la señorita Wayne no actuaba como una mujer que posee cierta ventaja.
La princesa de Austerlitz, por su parte, estaba magnífica bajo ese farol de gas, su iluminación le quedaba mejor que la de las arañas. Rodeada de vagos, seguía tan cómoda en lo suyo como si hubiera vivido entre ellos siempre.
Para no tener que pronunciar un nombre tan llamativo, todos la llamaban Hortense, lo que podía dar a entender que era amiga de todo el mundo. Y lo era, salvo de los que no querían. Era la bondad personificada. Sin embargo, los moralistas la hubiesen deplorado en nombre de la Bondad. A causa de la libertad de sus costumbres, algunas casas le eran hostiles. Bisnieta de un mariscal del Imperio, se había casado con el descendiente de otro mariscal. De todos los que conocían a su esposa, el príncipe de Austerlitz era el único que no era íntimo de ella. Ella, a su vez, no importunaba al príncipe, al que la juventud creía muerto de tan poco ruido que hacía; consagraba su vida al mejoramiento de la raza equina. Hortense heredaba de su antepasado, el mariscal Radout, dependiente de carnicero en su juventud, esa carnadura excesiva y esa cabellera encrespada que parecen provenir del trato con las carnes crudas. Buena mujer y buena hija, predisponía a su favor a la gente común, que la encontraba hermosa. Buena hija, buena bisnieta incluso, porque lejos de renegar de sus orígenes rendía homenaje al mariscal hasta en sus amores. ¡Lo único que le gustaba era la salud del mercado de mayoristas, y le reprochaban que tuviera apetitos malsanos!
La nueva generación se mostraba menos rigurosa con ella que la suya, y los Orgel, cuya moralidad no podía ponerse en duda, no la mantenían alejada. Así que François, que no conocía a los Orgel, conocía a Hortense.
Los tres hombres besaron la mano de la señora de Austerlitz y los espectadores se rieron.
François ya estaba tan incorporado a los Orgel que no entendió el por qué de las risas. Más que el gesto del besamanos, lo que le daba gracia a la muchedumbre era la voz del conde de Orgel.
Una cosa de la que la señora de Orgel no se daba cuenta era que la simpatía de la multitud iba dirigida a Hortense de Austerlitz y a Hester Wayne antes que a ella porque la princesa y la americana, vestidas de noche, no llevaban sombrero, y para las mujeres del pueblo el atributo de la señora es principalmente el sombrero.
Solo, en segundo plano, un gigantón se permitía no demostrar ninguna simpatía por la princesa. “Ah, si tuviera unas granadas”, había gruñido al principio. Pero los murmullos le demostraron que era mejor que no insistiera si quería conservar su pellejo. Cambió de malhumor, se la agarró con el mecánico y lo trató de “zoquete”. Para colmo, cada vez que el pobre, sudando, creía haberlo conseguido, el críquet, mal encajado, volvía a dejar caer el coche. La princesa le gritó al cabeza dura:
-¡Eh, especie de vago, a ver si en vez de presumir nos ayudas!
En ciertas situaciones, ante ciertas palabras, el juego es a cara o ceca.
-Esto se arruina, pensó Paul.
Al contrario, la frase le valió una enorme ovación a la princesa.
Sin duda la ovación la impuso al gigante, porque renegando -lo que era el apogeo, y mostraba que se abocaba a un deber- el hombre atravesó la multitud, se deslizó abajo del auto y en el acto lo puso en condiciones de volver a arrancar.
“Déle un vaso de oporto al señor”, le dijo Hortense al mecánico. Sacaron del baúl una botella y vasos. Entonces, brindando con su salvador, la princesa finalizó su conquista.
-¡Vamos, hop, en marcha!, gritó.
Y así, participando un poco del sol de la princesa de Austerlitz, los Orgel con Séryeuse, y Paul maravillado, partieron hacia Robinson.

Gentileza de Editorial Losada

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