Hacia las seis y media de la tarde, un haz de rayos luminosos se proyectó sobre el mar. El faro acababa de ser encendido, y el primer barco cuya marcha iba a iluminar era una goleta chilena caída entre las manos de una banda de piratas a quienes llevaba al escenario de sus crímenes, donde se preparaban para cometer otros.
Era más o menos las siete, y el sol declinaba por detrás de los altos picos de la isla, cuando el Maule dejó el cabo San Juan a estribor. La bahía se abría adelante de él hasta la punta Diegos, y dio en ella a poca velocidad. Una hora le alcanzaría para llegar al pie del faro.
El crepúsculo aún dejaba suficiente claridad para que Kongre y Carcante, al pasar ante la caverna, pudieran asegurarse de que su orificio no parecía haber sido descubierto bajo el amontonamiento de piedras y la cortina de maleza que lo obstruía. Si era así, nada había indicado su presencia en esa parte de la isla, y encontrarían el producto de su rapiña en el mismo estado en que lo habían dejado.
–Esto marcha bien –le dijo Carcante a Kongre. Estaba a espaldas de él, muy cerca.
–Y va a marchar mejor dentro de un rato –respondió Kongre.
Dentro de cuarenta y cinco minutos como máximo, el Maule habría llegado a la cala, donde debía soltar el ancla.
Gentileza de Editorial Losada.
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