miércoles, 20 de octubre de 2010

Contra Sainte-Beuve, de Marcel Proust





Desde el momento en que leía a un autor, de inmediato distinguía bajo las palabras la melodía de la canción, que en cada uno es diferente a la de todos los demás, y al leerlo, sin darme cuenta, la canturreaba, apuraba las notas o las lentificaba o las interrumpía, para marcar el compás de las notas y su repetición, como se hace al cantar, cuando se espera a veces mucho tiempo, según la medida de la melodía, antes de decir el final de una palabra.
Sabía bien que aunque, por no haber podido trabajar nunca, no sabía escribir, tenía el oído más fino y más exacto que muchos otros, lo que me permitió escribir pastiches, ya que para un escritor, cuando se tiene la melodía, las palabras vienen muy rápido. Pero no desarrollé ese don, y de tiempo en tiempo, en diferentes períodos de mi vida, éste, como también el de descubrir un lazo profundo entre dos ideas, dos sensaciones, lo siento siempre vivo en mí, pero no fortificado, y siento que pronto se habrá debilitado y muerto. Sin embargo le costará trabajo, porque con frecuencia es cuando más enfermo estoy, cuando ya no tengo más ideas en la cabeza ni fuerzas, que ese yo al que a veces reconozco vislumbra esos lazos entre dos ideas, como suele ocurrir en otoño, cuando ya no hay más flores ni hojas, y se siente en los paisajes las concordancias más profundas. Y el chico que juega así en mí sobre las ruinas no necesita ningún alimento, se alimenta simplemente del placer que le da la visión de la idea que descubre, él la crea, ella lo crea, él muere, pero una idea lo resucita, como esas semillas que dejan de germinar en una atmósfera demasiado seca y parecen muertas, pero un poco de humedad y de calor alcanzan para hacerlas renacer.
Y pienso que el chico que en mí se divierte con eso debe ser el mismo que también tiene el oído fino y exacto para sentir entre dos impresiones, entre dos ideas, una armonía muy precisa que otros no sienten. Quién es ese ser, no lo sé. Pero sí que de alguna manera crea esas armonías, vive de ellas, enseguida se levanta, germina, crece, con toda la vida que ellas le dan, y después muere, al no poder vivir más que de ellas. Pero por muy prolongado que sea el sueño en que cae a continuación (como las semillas de monsieur Becquerel), él no muere, o mejor dicho, muere para renacer cuando otra armonía se presenta, aun cuando simplemente vea entre dos cuadros del mismo pintor la misma ondulación de perfiles, la misma pieza de tela, la misma silla, que muestran entre los dos cuadros algo en común: la predilección y la esencia del espíritu de un pintor. Lo que hay en el cuadro de un pintor no puede alimentarlo, ni en el libro de un autor tampoco, ni en un segundo cuadro del pintor o un segundo libro de ese autor. Pero si en el segundo cuadro o en el segundo libro ve algo que no está en el segundo ni en el primero, sino que de alguna forma está entre los dos, en una especie de cuadro ideal que ve tomar forma como materia espiritual fuera del cuadro, entonces ha recibido su alimento y empieza a existir y a ser feliz. Ya que para él, existir y ser feliz son una sola cosa. Y si entre ese cuadro ideal y ese libro ideal, cada uno de los cuales alcanza para hacerlo feliz, encuentra un lazo aún mayor, su alegría aumenta aún más . Ya que muere instantáneamente en lo particular, y se pone inmediatamente a flotar y a vivir en lo general. Sólo vive de lo general, lo general lo anima y lo alimenta, y muere instantáneamente en lo particular. Pero durante el tiempo que vive, su vida no es más que éxtasis y felicidad. Él es el único que debería escribir mis libros. ¿Acaso de esa forma serían mejores?



Gentileza Editorial Losada

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