sábado, 26 de septiembre de 2015

De la Tierra a la Luna, de Julio Verne




En el momento en que el haz incandescente se elevó hacia el cielo a una altura prodigiosa, ese esplendor de llamas iluminó toda Florida, y durante un instante incalculable el día reemplazó a la noche en una extensión considerable del país. Esa inmensa nube de fuego se vio desde cien millas, tanto en el mar del Golfo como en el Atlántico, y más de un capitán de barco anotó en su bitácora la aparición de ese meteoro gigante.
La detonación del Columbiad fue acompañada por un verdadero temblor de tierra. Florida sintió que se sacudía hasta en sus entrañas. Los gases de la pólvora, dilatados por el calor, apartaron con una violencia incomparable las capas atmosféricas, y ese huracán artificial, cien veces más rápido que el huracán de las tempestades, pasó como una tromba en medio del aire.
Ni un solo espectador había quedado en pie. Hombres, mujeres, niños, todos quedaron echados como espigas bajo la tormenta. Hubo un tumulto indecible, muchas personas gravemente heridas, y J. T. Maston, que contra toda prudencia estaba demasiado adelante, se vio arrojado veinte toesas hacia atrás y pasó como una bala por encima de la cabeza de sus conciudadanos. Trescientas mil personas se quedaron sordas momentáneamente y como afectadas de estupor.

La corriente atmosférica, después de haber derribado los campamentos, tirado las cabañas, desarraigado los árboles en un radio de veinte millas y descarrilado los trenes hasta Tampa, cayó sobre esa ciudad como una avalancha y destruyó un centenar de casas, entre otras la iglesia Saint Mary y el nuevo edificio de la Bolsa, que se agrietó todo a lo largo. Algunos barcos del puerto, chocados unos contra otros, se hundieron, y una decena de naves fondeadas en la rada fueron a parar a la costa después de romper sus cadenas como hilos de algodón.

Gentileza Editorial Losada

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