En el momento en que el haz incandescente se elevó hacia el
cielo a una altura prodigiosa, ese esplendor de llamas iluminó toda Florida, y
durante un instante incalculable el día reemplazó a la noche en una extensión
considerable del país. Esa inmensa nube de fuego se vio desde cien millas, tanto
en el mar del Golfo como en el Atlántico, y más de un capitán de barco anotó en
su bitácora la aparición de ese meteoro gigante.
La detonación del Columbiad fue acompañada por un verdadero
temblor de tierra. Florida sintió que se sacudía hasta en sus entrañas. Los
gases de la pólvora, dilatados por el calor, apartaron con una violencia
incomparable las capas atmosféricas, y ese huracán artificial, cien veces más
rápido que el huracán de las tempestades, pasó como una tromba en medio del
aire.
Ni un solo espectador había quedado en pie. Hombres,
mujeres, niños, todos quedaron echados como espigas bajo la tormenta. Hubo un
tumulto indecible, muchas personas gravemente heridas, y J. T. Maston, que
contra toda prudencia estaba demasiado adelante, se vio arrojado veinte toesas
hacia atrás y pasó como una bala por encima de la cabeza de sus conciudadanos.
Trescientas mil personas se quedaron sordas momentáneamente y como afectadas de
estupor.
La corriente atmosférica, después de haber derribado los campamentos,
tirado las cabañas, desarraigado los árboles en un radio de veinte millas y
descarrilado los trenes hasta Tampa, cayó sobre esa ciudad como una avalancha y
destruyó un centenar de casas, entre otras la iglesia Saint Mary y el nuevo
edificio de la Bolsa, que se agrietó todo a lo largo. Algunos barcos del
puerto, chocados unos contra otros, se hundieron, y una decena de naves
fondeadas en la rada fueron a parar a la costa después de romper sus cadenas
como hilos de algodón.
Gentileza Editorial Losada
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